El jueves, mientras Foment del Treball, la principal patronal catalana, calificaba de «golpe de estado jurídico» la Ley del Referéndum que se aprobará en setiembre, un activista libertario de larga trayectoria en la ciudad de Barcelona, poco sospechoso de procesismo ni de cercanía ninguna con Convergència, me contestaba a mi sorpresa sobre su apasionada defensa del 1-O en las redes en los últimos días: «Es que esto va en serio».
Faltan 63 días y el gran logro del independentismo ha sido transmitir que se van a dejar la piel por el referéndum. Es pronto para decir tajantemente si el 1 de octubre Catalunya amanecerá llena de urnas o no, pero tanto Puigdemont como Junqueras, como por descontado la CUP, parecen dispuestos a inmolarse políticamente en el intento.
No eran fáciles las últimas semanas de julio, previas al pequeño parón –veremos si es tal– de agosto. Y antes sobre todo de que, tan pronto como empiece setiembre, los acontecimientos tomen una velocidad que sorprenderá a más de uno. Era necesario ordenar la casa, algo que ha pasado por importantes cambios en el Govern y por una reforma del Parlament que sus impulsores hubieran preferido a todas luces no tener que hacer.
Por pasos. Que cuatro consejeros y unos cuantos directores generales dejen su cargo ante las consecuencias personales que pudiera tener el camino hacia el 1-O no refuerza el referéndum. Era un trago amargo que probablemente se debió dar antes –¿acaso no sabían los consellers a lo que venían cuando aceptaron el cargo hace año y medio?– y que no favorece la cohesión de las capas externas de la cebolla soberanista. En cualquier caso, la pelota de set fue salvada y el Govern se ha ganado la imagen de cohesión. Eso sí, no se pueden permitir otra sesión de altas y bajas antes de octubre. Sería un gol en propia.
En segundo lugar, la aprobación de una reforma del parlamento que permite aprobar leyes por la vía rápida y limitando el debate parlamentario no es plato de buen gusto para un movimiento que tiene su principal trinchera argumental, precisamente, en la democracia. Era necesario para aprobar la Ley del Referéndum, sí, pero no hace falta caer en el ridículo de decir que es una buena reforma.
Consciente de ello, la oposición ha querido hacer sangre sin pararse a pensar en que mucho mayor es el ridículo de quien niega las urnas el 1-O pero critica la reforma de un reglamento por antidemocrático. No se sostiene. Menos aún en el caso de la izquierda no independentista representada en el Parlament por Catalunya Sí que es Pot (Podem e ICV-EUiA) y en el Ayuntamiento de Barcelona por los Comuns de Ada Colau (Catalunya en Comú). Vaya papelón el de una izquierda que hace poco recelaba de la democracia parlamentaria y ahora cae en el más obsceno de los tacticismos electorales. Hacen, además, un cálculo erróneo: los Comuns no toman partido pensando que la tormenta pasará y habrá unas elecciones autonómicas que podrían ganar para gobernar después con ERC y CUP. Es difícil imaginarlo. Los puentes que se están derrumbando tardarán años en reconstruirse.
En el fondo, la ceguera política es la misma de la que hace gala la izquierda española. Vean, como botón de muestra, al líder de Izquierda Unida Alberto Garzón, que un día admite la impotencia propia –«es difícil entender cómo hemos llegado al punto de que el presidente del Gobierno declare como testigo en caso de corrupción y no pase nada»– y al siguiente niega la oportunidad que representa el 1-O, oponiéndose a él por sus supuestas faltas de garantías.
A la izquierda catalana no independentista le pasará factura oponerse al 1-O, sobre todo visto que lo hace por la falta de valentía para enarbolar una campaña del No. Hay que empezar a decirlo: la exigencia de garantías imposibles al referéndum no es para algunos más que la excusa que les permite no tener que decir claramente No a la independencia –algo perfectamente legítimo, solo faltaría–. Una mala jugada que los pone al lado de un Estado demofóbico.
A su vez, la izquierda española pagará caro no entender que la ruptura del candado del 78 del que tanto hablan pasa, aquí y ahora, por el proceso independentista catalán.
La alcaldesa Colau es la única que, a estas alturas, puede dar un golpe de timón. Llegará si la actuación del Estado sobrepasa ciertos límites e inhabilitan a parlamentarios y miembros del Govern. Algo plausible y bastante probable a día de hoy. Veremos. Al final, todo se decantará en las tres semanas cruciales que van desde la Diada del 11 de setiembre al referéndum del 1 octubre. Tres semanas en las que será clave la movilización ciudadana para respaldar a unas instituciones que serán sitiadas política, policial y judicialmente. Aun a riesgo de resultar pretencioso y algo repetitivo: tres semanas para la historia.
Explican quienes conocen los preparativos –y a día de hoy servidor no tiene demasiadas razones para dudar de su palabra– que la maquinaria está lista. Que todo está a punto para activarse cuando sea conveniente. Cabe confesar que es necesario un voto de confianza en el Govern y los partidos independentistas para creérselo, pero de momento no han dado razones para lo contrario. La tranquilidad en el seno de la CUP respecto a las actuaciones del Govern es el mejor indicio.
Hay todavía un pequeño riesgo de que la acción del Estado, que a estas alturas no puede más que intentar parar el referéndum por todos los medios, se precipite durante el mes de agosto, así al menos consta en ciertas previsiones catalanas. Si finalmente el mes estival por excelencia arranca con la calma habitual, la temperatura política empezará a subir a partir del 16 de agosto, cuando está previsto que el Parlament retome sus actividades. Pero será en setiembre cuando se desencadene lo que parece un inevitable choque de trenes. En pocos días tendrán que sucederse la aprobación de la Ley del Referéndum, la movilización de la Diada y, en un momento dado, el decreto de convocatoria del 1-O.
El Govern no puede dar marcha atrás; el Estado no se puede permitir el referéndum. La solución a esta ecuación imposible pasará, entre el 11-S y el 1-O, por la movilización ciudadana.