Axun Lasa, hermana de Joxean Lasa, ha señalado en varias ocasiones que mientras ellas tuvieron un gran apoyo social pero fueron ninguneadas o incluso vejadas por las instituciones, las víctimas de ETA fueron reconocidas y tuvieron bastante soporte político y mediático pero apenas tenían apoyo en la sociedad vasca. Esta realidad ha vivido épocas diferentes.
Antes de empezar cabe recordar que la propia Axun fue salvajemente torturada un año antes de que los GAL secuestraran, torturaran, mataran e hicieran desaparecer a su hermano y a Joxi Zabala. Tardó tres décadas en relatar las torturas. Mientras, las autoridades españolas y los tribunales les han negado la condición de víctimas porque sus familiares eran militantes de ETA. Más allá de esta tragedia, su caso injusto y su discurso empático desnudan el relato falaz de un no-conflicto que no termina hoy. Pero ese es tema para otro momento, quizás.
La situación de las víctimas de ETA –y de otras organizaciones armadas como los Comandos Autónomos Anticapitalistas– ha variado en el tiempo. Las primeras décadas estuvieron marcadas por la marginación social y la desidia institucional. Los objetivos de ETA en aquel momento eran, sobre todo, policías, militares y altos cargos. Existían, además, diferencias entre las estrategias armadas de las diferentes organizaciones. En este contexto uno de esos debates es precisamente el de las víctimas civiles o ajenas al enfrentamiento armado, por así decirlo. En cualquier caso, lo cierto es que las familias de las víctimas estaban desamparadas y olvidadas.
Es en el contexto del Pacto de Ajuria Enea, primero, y muy especialmente en el auge unionista del Foro de Ermua, después, cuando las víctimas adquieren un gran protagonismo. Sin duda, el secuestro y la muerte de Miguel Ángel Blanco marcan un antes y un después.
Son los tiempos de «demócratas y violentos». El «espíritu de Ermua» se transmuta en Las Ventas y adquiere nuevas formas entre movilizaciones y consejos de ministros. Aunque ahora el ministro Zoido pretenda ser más duro y delirante de lo que era Mayor Oreja, lo cierto es que fue en el Aznarato cuando se marcó la estrategia de hacer de las víctimas no solo bandera sino ariete. En el Estado español, algunas asociaciones de víctimas se erigieron en lobby político, superando por mucho la función de velar por la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. Estos son los principios que de manera universal guían el tratamiento a las víctimas. Decidir la política de seguridad y el Código Penal, no.
Es cierto que muchas víctimas no se han sentido representadas por estas asociaciones. Esas discrepancias estallaron en gran medida después del 11M, tras la victoria de José Luis Rodríguez Zapatero. Algunas asociaciones de víctimas se convierten en la punta de lanza de la estrategia del PP. El «todo es ETA» adquiere formas esotéricas. Seguramente los casos más llamativos de esta época son, por un lado, el de Ángeles Pedraza, que siendo víctima del yihadismo se lanza a una campaña furibunda contra el diálogo en Euskal Herria y por el endurecimiento de las penas. Por otro lado está Pilar Manjón, que siendo víctima también del 11M acaba llevando escolta durante ocho años por defender, entre otras muchas cosas, que a su hijo no lo mató ETA. Lo que era parte de la estrategia anti-insurgente para Euskal Herria acaba tornándose en política partidaria en el Estado.
La influencia política de esas asociaciones llega incluso a tener reflejo en leyes. Cada endurecimiento en el Codigo Penal, y han sido muchos en estas décadas tanto de mano del PP como del PSOE, tiene a las víctimas como principal fundamento. Sin necesidad de mirar muy atrás, en la ley 4/2015 en la que se contempla el Estatuto de la Víctima, el Gobierno del PP incluyó a petición de la presidenta de la Fundación de Víctimas del Terrorismo un precepto por el que las víctimas pueden recurrir autos de los jueces de Vigilancia Penitenciaria, algo inaudito.
Ese deseo de marcar la agenda política sigue vigente. Hace año y medio, en plenas elecciones al Parlamento de Gasteiz, la AVT y la APAVT se reunían con el lehendakari Urkullu y le presentaban un decálogo que incluía este punto: «No hay violencias de diferente signo, hay asesinos y víctimas. No hay víctimas de abusos policiales como mucho hay CASOS AISLADOS (en mayúsculas en el original) de víctimas a consecuencia de errores cometidos por miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a consecuencia del uso de la violencia LEGÍTIMA (ídem) del Estado. Así como rechazo explícito de la práctica sistemática de la tortura, tratándose únicamente de CASOS AISLADOS (ídem) debidamente investigados y en su caso enjuiciados». Es decir, no piden que se haga justicia con ellos, sino que no se haga con «las otras».
Sin embargo, una cosa son esas asociaciones y otra las propias víctimas, un grupo de personas mucho más plural, con un dolor común pero con perspectivas diferentes. «Hasta el año 1996 las víctimas no eran interesantes y nadie se acordaba, y a partir de entonces empiezan a hacer política. Utilizan a las víctimas para hacer política». Son palabras de Rosa Rodero, viuda de Joseba Goikoetxea, sargento de la Ertzaintza muerto en un atentado de ETA. Sobre su papel, en esa misma entrevista a GARA lo resumía así: «Políticamente no tienen que intervenir. No es nuestra labor. Se nos tiene que oír, que se conozca nuestra historia. Eso es lo que podemos aportar y ese es nuestro papel. (…) Porque hay una cosa muy importante, que es la paz, que por fin haya paz. Nuestro papel es que vean que no todo es política, que las víctimas somos diferentes y que todas tenemos una historia». En concreto, muchas de estas víctimas no niegan la existencia de otras, lo cual les da una perspectiva totalmente diferente a la planteada oficialmente por esas otras organizaciones.
Estos últimos años ha habido diferentes experiencias en este terreno, entre las que cabe destacar la de Errenteria de la mano del alcalde, Julen Mendoza. También la iniciativa denominada Glencree, en la que participaron víctimas de ETA, de la guerra sucia, de la violencia policial... Entre otras personas estaban Edurne Brouard –hija de Santi Brouard, muerto por los GAL–, Trini Cuadrado –viuda de Miguel Arbelaiz, militante de HB que murió a manos del BVE–, Amaia Guridi –viuda de Santiago Oleaga, director financiero de “El Diario Vasco” muerto a manos de ETA–, Patxi Elola –exmilitante de ETA pm, concejal del PSE de Zarautz y víctima de numerosos ataques–, Mikel Paredes –hermano de “Txiki”, uno de los últimos fusilados por Franco–, Jaime Arrese –hijo del dirigente de UCD del mismo nombre abatido por ETA– y Fernando Garrido –hijo de Rafael Garrido, gobernador militar en Gipuzkoa muerto a manos de ETA junto a su madre y su hermano pequeño–. En total, una treintena de personas participaron en esa iniciativa que impulsó en 2007 la Dirección de Atención a las Víctimas del Gobierno de Lakua, entonces dirigida por la también víctima de ETA Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui.
En sus conclusiones, los participantes en Glencree constataban que «no nos identificamos con definiciones y conceptos que se utilizan habitualmente para describirnos, ni nos gusta cómo se habla de nuestra realidad, que es plural y diversa». Entienden que para la convivencia son «deseables y necesarios los gestos de reconocimiento del daño causado y la asunción de responsabilidades por parte de todos los perpetradores de la violencia injustamente padecida por tantas personas». Las encargadas de hacer pública esta reflexión eran Mari Carmen Hernández –viuda de Jesús Mari Pedrosa, edil del PP muerto por ETA en Durango en 2000– y la propia Axun Lasa.
Es difícil imaginar otro modo de hablar de las víctimas de la violencia en Euskal Herria que no sea considerando a todas ellas desde el respeto y la empatía por su sufrimiento. Todo lo demás será hacer con ellas política, en su peor acepción.