Karlos Zurutuza

Crónica de un naufragio anunciado

La estrategia de externalización de la frontera sur de Europa liderada por Italia llega a buen puerto. Los que no mueren en el mar son devueltos «en caliente» a suelo libio.

Siete años después del levantamiento que puso fin a cuatro décadas en el poder de Muamar Gadafi, tres gobiernos pugnan por el poder en Libia: uno en Tobruk, en el este del país, y dos en Trípoli, uno de los cuales está reconocido por la ONU. Es con este último con el que Bruselas y, sobre todo, Roma, mantienen una relación cada vez más estrecha ante la necesidad de gestionar la llamada «crisis migratoria» en el Mediterráneo central.

A finales de octubre de 2016, 89 cadetes y oficiales libios fueron la primera remesa en recibir entrenamiento en la llamada Operación Sophia, la misión naval conjunta de la UE para combatir el tráfico de seres humanos y armas. Organismos como la Misión de la ONU para Libia aseguran tener «pruebas concluyentes» de que miembros de instituciones libias y funcionarios locales participan en el contrabando y el tráfico de personas. Antti Hartikainen, director general de las fronteras finlandesas y máximo responsable entonces de la misión de EUBAM en Libia en 2013, admitió a GARA que la falta de un mando central en la Marina libia era un problema ya entonces. «Siempre ha sido así: más que de una flota coordinada hablamos de unidades que actúan de forma independiente», aseguraba.

Ni acusaciones tan graves ni los numerosos incidentes entre la flota libia y ONGs en misiones de búsqueda y rescate impidieron que el Consejo de Europa prorrogara, por segunda vez, el mandato de Sophia, hasta diciembre. Durante casi dos años, el apoyo económico y logístico a los guardacostas libios ha corrido parejo a una campaña de descrédito contra las ONGs. En la primavera de 2017, Fabrice Leggeri, director FRONTEX, las llegó a tachar de «taxis para los traficantes de seres humanos», y el fiscal de Catania fue mucho más allá acusándoles de recibir financiación por parte de los traficantes. Nadie aportaba pruebas, pero el acoso permeaba a través de los medios, e incluso desde las más altas instituciones. Oscar Camps, director de Proactiva Open Arms, lo achacaba a que organizaciones como la suya se habían convertido en «testigos incómodos de lo que está pasando». Desde entonces, la flota humanitaria se ha reducido a un tercio de la docena de barcos que llegaron a participar en misiones.

La cuando menos controvertida actuación de Roma, siempre amparada por Bruselas, ha tenido su réplica en suelo libio. En otoño de 2017, la última apuesta italiana fue pagar a una de las mafias del tráfico en la vecina Sabrata para que interrumpiera tanto su actividad como a la competencia. Aquella expeditiva «externalización de fronteras» se acabó demostrando como la medida más efectiva para cortar el flujo migratorio hacia Europa; una política tras la que Amnistía Internacional denunció «acuerdos con oscuras asociaciones y autoridades corruptas en Libia». Pero el resultado fue el esperado: Sabrata, la número uno indiscutible durante años en la lista de «pueblos patera», ha cedido ya su puesto a localidades como Garabuli o Khums, ambas al este de Trípoli.

Cumplir con la legalidad. El cierre de los puertos fue una nueva vuelta de tuerca. El ministro de Interior transalpino, Matteo Salvini, lo anunció El 10 de junio, lo que obligó al Aquarius de MSF a desembarcar su pasaje en el puerto de Valencia. 15 días más tarde, Salvini hacía una visita relámpago a Trípoli para reunirse con su homólogo libio, al que propuso establecer «centros de procesamiento» de inmigrantes en el sur del país.

La víspera de aquel encuentro habían zarpado nueve pateras desde Khums, algo que ayudo a escenificar el nivel de coordinación entre todos los agentes institucionales implicados: mientras el buque alemán Lifeline navegaba sin rumbo ante la negativa de Malta e Italia a permitir el desembarco de 230 refugiados a bordo, la avioneta de la ONG Pilotes Volontaires permanecía retenida en Lampedusa.

Entretanto, Oscar Camps denunciaba que el CCRM (Centro de Coordinación de Rescate Marítimo) de Roma había rechazado la ayuda del Open Arms, a pesar de encontrarse este en la zona de rescate. Así, los guardacostas libios rescataron a cerca de 1.000 individuos pocas horas antes de la llegada de Salvini a Trípoli. Según datos del Ministerio del Interior italiano, 18.900 migrantes fueron rescatados por la flota libia en 2017. Las cifras superan los 7.000 entre enero y mayo de este año, multiplicándose por cuatro los rescates a manos libias durante el mismo periodo en 2017.

El 28 de junio la jurisdicción libia de facto daba un paso más hacia su oficialización cuando la Organización Marítima Internacional –encargada de establecer normas del transporte en el mar– anunciaba la inclusión en su base de datos las coordenadas enviadas para una zona de rescate marítimo libio.

Ya en julio del 2017 el Gobierno libio reconocido internacionalmente trasladó a la OMI la petición de una zona de rescate marítimo hasta 74 millas de su costa. Requisito imprescindible para ello es que el país interesado disponga de un CCRM, pero no era el caso de Libia. Trípoli acabaría retirando su petición cinco meses más tarde e incluso FRONTEX tuvo que reconocer que la supuesta «zona de rescate libia» no había sido más que una iniciativa «unilateral» que carecía de reconocimiento legal.

Ya con el respaldo oficial de la OMI, los numerosos casos de devoluciones «en caliente» por parte de la Armada italiana denunciados por las organizaciones humanitarias quedarán así archivados al cumplir finalmente Libia con la legalidad internacional del mar.