Beñat ZALDUA
DONOSTIA

Las aventuras belgas del juez Llarena ponen en un brete al Gobierno español

Llarena, que está citado a declarar ante un tribunal belga el próximo 4 de setiembre debido a una demanda civil presentada por Puigdemont, pidió amparo al CGPJ. El Gobierno de Sánchez decidió defender sus resoluciones judiciales, pero no sus declaraciones privadas.

Las aventuras belgas del juez Pablo Llarena tienen dos temporadas. La primera acabó con el ridículo final de las euroórdenes contra tres exconsellers catalanes exiliados en el país, que un tribunal de Bruselas desestimó por un error de forma del propio juez español. La segunda temporada, sin embargo, se está escribiendo en la actualidad. De momento conocemos tres capítulos, pero esto no ha hecho más que empezar, visto que tanto el PP como Ciudadanos, ante la incomodidad de intentar hacer sangre con la exhumación de Franco, han decidido hacer de las aventuras belgas de Llarena una arma arrojadiza contra el Gobierno de Pedro Sánchez. Pero vamos por pasos.

Del primer capítulo tuvimos un primer conocimiento el 5 de junio, cuando un juez belga aceptó a trámite la demanda presentada por Carles Puigdemont y los consellers en el exilio contra el juez que instruye la causa contra el independentismo. No solo admitió a trámite la denuncia, sino que citó a declarar al propio Llarena al juzgado el próximo 4 setiembre. Es decir, la semana que viene.

La demanda civil, en la que los denunciantes reclaman una multa simbólica de un euro, se presentó por falta de imparcialidad del juez y por vulnerar su presunción de inocencia, tanto en sus resoluciones judiciales como en diversas conferencias realizadas fuera de los tribunales a lo largo de los últimos meses. En ellas, según los demandantes, el juez que investiga a los imputados dio por hecho que son culpables. El objetivo último de la demanda era doble: minar todavía más la maltrecha reputación de la justicia española en Europa y, sobre todo, plantear la recusación de Llarena como juez instructor de la causa contra el independentismo, dado que un juez con una causa pendiente con los acusados, no puede, legalmente, procesarlos.

Un polémico amparo

La primera reacción española fue reirse de la ocurrencia de la defensa de los consellers catalanes, dando por supuesto el nulo recorrido de la demanda. De hecho, el juez decano de Madrid ni siquiera trasladó en un primer momento la denuncia al magistrado Llarena. Pero conforme iban pasando los semanas y se iba acercando la fecha del 4 de setiembre, algo cambió. El segundo capítulo de esta historia empieza el 30 de julio, cuando Llarena decide pedir amparo al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) ante el proceso civil que debe afrontar en Bélgica, al entender que los tribunales belgas están atacando la Justicia española. Por lo visto.

La importancia de las fechas no es menor, dado que las peticiones de amparo, según la ley, deben presentarse 10 días después de producirse el hecho perturbador. Llarena presentó su petición 55 días después de conocer la demanda de la que todos se rieron en Madrid. Lo puso de manifiesto la vocal Concepción Sáez, que en su voto particular defendió que la petición de amparo de Llarena ni siquiera tenía que haberse debatido, sino que debería haber sido rechazada por la vía rápida. Eso sin entrar en una interpretación cuanto menos imaginativa del amparo judicial, pensado originalmente para proteger a jueces y tribunales de ataques foráneos, no para pagar el abogado a un juez demandado por sus declaraciones públicas fuera de los juzgados.

Poco importó todo esto a la mayoría conservadora del CGPJ que, con el inefable Carles Lesmes al frente, decidió el 16 de agosto otorgar amparo a Llarena con el argumento de «asegurar la integridad e inmunidad de la jurisdicción española». El poder judicial consideró que la demanda civil de los exiliados catalanes por los deslices verbales de Llarena es «un ataque planificado a las condiciones de independencia en las que desarrolla su labor jurisdiccional». Ahí es nada.

El amparo otorgado por el CGPJ no tenía, además, una vocación meramente simbólica, sino que exigió a la Abogacía del Estado –es decir, al ministerio de Justicia– que adoptara «todas las medidas necesarias para asegurar las condiciones propias de dicho marco de independencia y seguridad, incluidas las medidas relativas a la integridad económica». Es decir, quítenle la retórica jurídica y se encontrarán con la petición del CGPJ al Gobierno para que sufrague con dinero público el abogado que Llarena –que no tiene por qué asistir presencialmente el próximo 4 de setiembre– deberá contratar para poder defenderse en la causa.

La Moncloa matiza

Y aquí llegamos al capítulo tercero de las aventuras belgas de Llarena. Si se han enganchado a la serie, no se preocupen, llegarán más en breves. En la última entrega, salida del horno el pasado jueves 23 de agosto, el Gobierno español tomó una decisión que, sin que sirva de precedente, solo se puede atribuir a aquel extraño llamado sentido común.

Por un lado, el Ejecutivo de Sánchez consideró que «en lo que se refiere a la función jurisdiccional del magistrado, cualquier mención (a la causa instruida en el Tribunal Supremo) por parte de la autoridad judicial belga supondría una vulneración del principio acta iure imperii, en virtud del cual los Estado extranjeros no pueden ser demandados ni sometidos a la jurisdicción de los tribunales de un determinado país». Es decir, Sánchez defenderá el trabajo de Llarena dentro del Tribunal Supremo, en tanto en cuanto en esa instancia actúa en nombre del Estado.

Sin embargo, la nota emitida desde la Moncloa el jueves añadió que la demanda belga «incluye también referencias a expresiones o manifestaciones privadas realizadas por el juez Llarena ante las que el Gobierno no puede actuar, puesto que supondría defender a un particular por afirmaciones de carácter privado ajeno a su función». Es decir, lo que haya salido por boca de Llarena fuera del Tribunal Supremo no es asunto del Gobierno español, menos aún de los contribuyentes, que no tienen por qué pagar el abogado privado a Llarena.

Incómodos ante la entrada en la agenda de la exhumación de Franco, contra la que miden mucho sus palabras, PP y Ciudadanos han encontrado en la supuesta «desprotección» gubernamental a Llarena el mazo con el que seguir atizando al Ejecutivo de Sánchez. Una lapidación a la que también se han sumado corporativamente las voces más conservadoras de la judicatura, tanto en el CGPJ como en el propio Tribunal Supremo, así como la caverna mediática. Mañana mismo, el PP presentará una moción en el Senado –donde mantiene la mayoría absoluta– para pedir al Gobierno que defienda «sin reservas» al juez Llarena. Es decir, que le pague el abogado. El siguiente capítulo en ocho días, cuando el tribunal belga decida si sigue adelante con la demanda de Puigdemont y el resto de consellers exiliados, que ya han conseguido, acabe como acabe esta temporada, volver a poner en evidencia a la judicatura española.