Con los párpados pesando como losas y el corazón a puntísimo de dar su último latido. Llegamos, contra todo pronóstico, a la línea de meta de otro festival de cine. Misión que no puede alcanzar el estatus de «cumplida» hasta que no hayamos hecho las últimas entradas en el cuaderno de bitácora. Toca hacer memoria y valorar lo que dio de sí esta 66ª edición de Zinemaldia. Antes de que Alexander Payne, Presidente este año del Jurado de la Sección Oficial, condicione los balances con el anuncio del palmarés. Antes de que el corazón se pare definitivamente.
Concluyó otra Competición por la Concha de Oro, en el que ya puede considerarse como uno de los mejores festivales de cine de Donostia de la historia reciente. La clave del éxito, o uno de los motivos principales, si se prefiere, está en lo que solo puede definirse como anomalía festivalera. Me explico, y para ponernos rápidamente en situación, recordar que los grandes certámenes cinematorgráficos existen, en parte, para promocionar la industria local. Los comités de selección de películas tienen que tener sus respectivos radares apuntando en todos los rincones del mundo, pero también en casa. Porque hay que corresponder, de alguna manera u otra, el apoyo que normalmente brindan las administraciones locales, porque hay que tener algún gesto para con los nuestros y porque, al fin y al cabo, no debemos olvidar de dónde venimos.
El caso es que tanto en Berlín, como en Venecia, como en Cannes (sobre todo en Cannes), como por supuesto en Donostia, existe esa especie de obligación moral de corresponder a los nuestros con el afecto que dicen darnos. Se puede hablar, con total legitimidad, de un sistema de cuotas que, en cierta medida, puede llegar a desvirtuar el proceso de selección de los films. Resultado: en la Berlinale es fácil (facilísimo) ver cine alemán malo, en La Mostra las peores cintas italianas tienen las puertas abiertas, en Locarno, aún peor, tenemos que ver cine suizo y en Zinemaldia, faltaría más, la dependencia para con el cine español es altísima.
Lo bueno para el certamen (¿y lo malo para la industria?) es que dicha cinematografía no acaba de despegar en el panorama festivalero internacional. Así como se hace imposible pensar en un gran certamen en el que no se proyecte a Competición varias producciones francesas o estadounidenses, más difícil aún es ver una propuesta española luchando por la Palma, el Oso o el León de Oro. Evidentemente, hay excepciones a la regla, pero lo cierto es que por lo general, a las grandes apuestas de esta industria les sigue costando horrores cruzar las fronteras de su propio territorio.
Y ahí es cuando entra Zinemaldia. En la recta final del calendario festivalero, la cita dirigida por José Luis Rebordinos aguarda con los brazos abiertos a todas aquellas producciones de aquí que por X o por Y no han logrado llegar a las grandes plazas de allí. Este año, por ejemplo, no se explica el éxito de la cita donostiarra sin la participación española. La carrera por la Concha de Oro se acercó a la excelencia con una tripleta atacante de lujo: Rodrigo Sorogoyen con ‘El reino’, Carlos Vermut con ‘Quién te cantará’ e Isaki Lacuesta con ‘Entre dos aguas’. Tres películas estupendas e impecables en los respectivos géneros visitados. Del thriller al drama pasando por el cinéma vérité. Tres pinceladas dadas con trazos e intenciones diferentes, en un combinado heterogéneo que nos ayudó a comprender mejor la idiosincrasia de ese país extraño pero a la vez, admitámoslo, magnético. Por si fuera poco, la cuarta en discordia, Icíar Bollaín proporcionó con ‘Yuli’ este enganche con el gran público del que también viven estos festivales.
Pero hubo más. La participación española brilló también fuera de la Competición. En el espacio de Proyecciones Especiales pudimos reencontrarnos con el maestro José Luis Cuerda, quien con ‘Tiempo después’ demostró que su pluma sigue afilada. El autor de la legendaria ‘Amanece que no es poco’ intentó derrumbar el gran edificio del Estado español, y fracasó en el intento... pero como lo ha hecho todo atisbo de revolución antes que él. La sublevación se quedó en divertidísima rebelión; en tardía reivindicación, porque nunca está de más, de uno de los grandes superdotados de la escritura cinematográfica ibérica
Mientras, en la sección Nuevos Directores, deslumbró el descubrimiento de Celia Rico, directora y guionista de ‘Viaje al cuarto de una madre’, discreto y perfecto estudio del duelo por la muerte de un ser querido. En él, Lola Dueñas y Anna Castillo (madre e hija en la pantalla) nos invitaron a sentirnos identificados con cada gesto, mirada y palabra que salía de su boca. A emocionarnos con la capacidad del mejor cine para despertar en nosotros vivencias y memorias que parecían enterradas. Por su parte, ‘Para la guerra’, de Francisco Marisa, y ‘Oreina’, de Koldo Almandoz, nos situaron en los -orgullosos- márgenes de un arte que también disfruta con lo marginal, y con el placer de la deformación.
Un conjunto de películas, en definitiva, que confirmó a Zinemaldia como esa plataforma beneficiosa-para (y beneficiada-por) esa cinematografía injustamente ninguneada en el resto del mundo. Una colección de películas que, ya de por sí, hubieran justificado esta y otras ediciones, pero ahí no se acabaron las noticias. Y es que parece que el equipo de José Luis Rebordinos ha sabido por fin situarse en un calendario que, las cosas como son, no le es precisamente propicio. Apenas un mes antes de Zinemaldia se celebra, recordemos, La Mostra de Venecia. Un certamen que ha vuelto a crecer (y de qué manera) en los últimos años, sobre todo gracias a su condición de primera antesala de los Oscar.
La ciudad de los canales, herida en su orgullo por la supremacía abusona de Cannes a lo largo sobre todo de las últimas décadas, parece no estar dispuesta a dejar escapar ningún gran éxito potencial que se manifieste en estas fechas. Es ahí donde entra en juego la sección Perlak de Zinemaldia, esa arma de doble filo en forma de «greatest hits», con la que nuestro certamen se reivindica como ‘festival de festivales’. El público y la cinefilia que no ha podido acudir a las otras grandes celebraciones, tan contentos.
Pero volviendo a la Competición, que por algo es el principal escaparate, también hay que hacer parada previa en otro monstruo que domina este tramo del calendario. El Festival de Cine de Toronto (celebrado entre Venecia y Donostia) es ese conglomerado gigantesco de películas en el que todo el mundo quiere estar... y en el que efectivamente, parece que esté todo el mundo. Es un certamen, eso sí, privado de sección competitiva, lo cual da al equipo de Rebordinos carta blanca para volcar los grandes éxitos de ahí, aquí mismo. ‘Blind Spot’, de Tuva Novotny; ‘High Life’, de Claire Denis; ‘In Fabric’, de Peter Strickland; ‘Rojo’, de Benjamín Naishtat o ‘Beautiful Boy’, de Felix Van Groeningen pasaron por Canadá antes de aterrizar en Gipuzkoa.
Títulos que aportaron glamour a Zinemaldia (esto, y nada más, fue lo que dio la cinta protagonizada por Steve Carell y Timothée Chalamet), pero sobre todo, y aún más importante, ese gusto por el riesgo con el que muchos justificamos el viaje. Algunos brillaron más que otros, pero todos parecieron hacerlo dentro de sus propias (y únicas) reglas del juego. Pase lo que pase con los premios, esta fue, sin duda, una edición para enmarcar.