Creía que según se fuera acercando el momento de decantarse, el PP acabaría negociando los Presupuestos de Urkullu y, encareciendo su apoyo sobre los ejercicios anteriores, aparecer finalmente como el partido que salvara a las gentes de bien de la CAV de padecer unas cuentas radicales o bolivarianas, de esas que arruinan a las clases medias, con el peligro agravado de que si las apoya EH Bildu, no es que Gasteiz pudiera convertirse en Caracas, sino en Barcelona. Pero hay que admitir que Alfonso Alonso está elevando tanto el tono, está poniendo tanto énfasis en hacerse el ofendido, que se ve difícil una ciaboga que le permita reorientar su posición. Puede ser que la estrategia de Pablo Casado, basada en la política de tierra quemada, haya abrasado con su fuego sagrado también el espíritu pactista del PP vasco y quizá también la propia utilidad de este partido en la CAV. Porque si el PP no está dispuesto a pactar nada de fondo ni con el PNV ni con el PSE, ni por supuesto con EH Bildu o Elkarrekin Podemos; si el partido de Alfonso Alonso (¿o ya no es suyo?) no va a ser útil para dar estabilidad y tranquilidad a los sectores conservadores, ¿para que va a servir votar al PP si no es para contarse? Porque en el mejor de los casos, aunque en las próximas elecciones forales y municipales creciera en votos, esa subida no tendría más consecuencia que la melancolía de sus votantes, pues habiendo roto los lazos con todo el resto de partidos, no volverá a gobernar ninguna institución de cierta relevancia política. Y no está nada claro que esa subida pueda siquiera llegar a darse porque, a pesar de su escasa implantación en la CAV, es previsible que Ciudadanos le arañe más votos que en 2015.