Boaventura DE SOUSA SANTOS

Brasil: las democracias también mueren democráticamente

Brasil definirá hoy su devenir, que influirá en el de toda la región, para los próximos cuatro años, en unos comicios presidenciales cuya campaña ha estado marcada como nunca por las redes sociales y las noticias falsas. Los pronósticos favorecen al ultraderechista Jair Bolsonaro, que daría continuidad a una tendencia que, según el autor, ya abrieron EEUU, Filipinas, Turquía, Rusia o Hungría.

Nos hemos acostumbrado a pensar que los regímenes políticos se dividen en democracia y dictadura. Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, la democracia (liberal) pasó a considerarse casi consensualmente como el único régimen político legítimo. Pese a la diversidad interna de cada uno, son dos tipos antagónicos, no pueden coexistir en la misma sociedad, y la opción por uno u otro supone siempre una lucha política que implica romper con la legalidad existente.

En el siglo pasado se fue consolidando la idea de que las democracias solo colapsaban por la interrupción brusca y casi siempre violenta de la legalidad constitucional, a través de golpes de estado dirigidos por militares o civiles con el fin de imponer la dictadura. Esta narra- tiva era, en gran medida, real. No lo es más. Siguen siendo posibles rupturas violentas y golpes de Estado, pero cada vez es más evidente que los peligros que corre hoy la democracia son otros, y se derivan paradójicamente del normal funcionamiento de las instituciones. Las fuerzas políticas antidemocráticas se van infiltrando dentro del régimen democrático, lo van capturando, descaracterizando, de forma más o menos disfrazada y gradual, dentro de la legalidad y sin alteraciones constitucionales, hasta que en un mo- mento dado el régimen político vigente, sin dejar formalmente de ser una democracia, aparece totalmente vaciado de contenido democrático en lo que se refiere a la vida de las personas y de las organizaciones políticas. Unas y otras pasan a comportarse como si estuvieran en dictadura. Este proceso tiene cuatrocomponentes principales.

La elección de autócratas. De EEUU a Filipinas, de Turquía a Rusia, de Hungría a Polonia se han elegido democráticamente políticos autoritarios que, aunque sean producto del establishment político y económico, se presentan como antisistema y antipolítica, insultan a los adversarios que creen corruptos y ven como enemigos a eliminar, rechazan las reglas de juego democrático, hacen apelaciones intimidatorias a la resolución de los problemas sociales a través de la violencia, muestran desprecio por la libertad de prensa y se proponen revocar las leyes que garantizan los derechos sociales de los trabajadores y de las poblaciones discriminadas por razones étnicas, sexuales o de religión. En suma, se presentan a elecciones con una ideología antidemocrática y, aun así, obtienen la mayoría de los votos. Los políticos autocráticos siempre han existido. Lo nuevo es la frecuencia con la que están llegando al poder.

El virus plutócrata. La forma en la que el dinero ha venido descaracterizando los procesos electorales y las deliberaciones democráticas es alarmante. Al punto de preguntarse si, en muchas situaciones, las elecciones son libres y limpias y si los responsables políticos actúan por convicciones o por el dinero que reciben. La democracia liberal se basa en la idea de que los ciudadanos tienen condiciones de acceso a una opinión pública informada y, sobre su base, elegir libremente a los gobernantes y evaluar su desempeño. Para que esto sea mínimamente posible, es necesario que el mercado de las ideas políticas (los valores que no tienen precio, porque son convicciones) esté totalmente separado del mercado de los bienes económicos (los valores que tienen precio y sobre esta base se compran y venden). En tiempos recientes, estos dos mercados se han fundido bajo la égida del mercado económico, hasta tal punto que hoy, en política, todo se compra y todo se vende. La corrupción se ha vuelto endémica.

La financiación de las campañas de partidos o de candidatos, los grupos de presión ante parlamentos y gobiernos tienen hoy en muchos países un poder decisivo en la vida política. En 2010, la Corte Suprema de Justicia de EEUU, en la sentencia Citizens United v. Federeal Election Commission, asestó un golpe fatal a la democracia estadounidense al permitir el financiamiento irrestricto y privado de las elecciones y decisiones políticas por parte de grandes empresas y de superricos. Se desarrolló así el llamado dark mo- ney, que no es otra cosa que corrupción legalizada. Ese mismo dark money explica en Brasil una composición del Congreso dominada por la bancada armamentista (de la bala), la bancada ruralista (del buey) y la bancada evangélica (de la Biblia), una caricatura cruel de su sociedad.

Las «fake news» y los algoritmos. Durante tiempo internet y las redes sociales que generó se vieron como una posibilidad sin precedentes para la expansión de la participación ciudadana en la democracia. En la actualidad, a la luz de lo que sucede en EEUU y Brasil, podemos decir que serán más bien los entrerradores de la democracia, si no se regulan. Me refiero en particular a dos instrumentos: las noticias falsas y el algoritmo.

Las noticias falsas siempre han existido en sociedades atravesadas por fuertes divisiones y, sobre todo, en periodos de rivalidad política. Pero hoy su potencial destructivo a través de la desinformación y la mentira que propagan es alarmante. Esto es especialmente grave en países como la India y Brasil, donde las redes sociales, sobre todo WhatsApp (cuyo contenido es el menos controlable por estar encriptado), son usadas ampliamente, hasta el punto de ser la más grande, e incluso la única fuente de información de los ciudadanos (en Brasil, 120 millones de personas usan WhatsApp). Grupos de investigación brasileños denunciaron en “The New York Times” (17 de octubre) que de las 50 imágenes más divulgadas (virales) en los 347 grupos públicos de WhatsApp de apoyo a Bolsonaro, solo cuatro eran verdaderas. (…) Apoyado por grandes empresas internacionales y servicios de contrainteligencia militar nacionales y extranjeros, la campaña de Bolsonaro constituye un monstruoso montaje de mentiras a las que la democracia brasileña difícilmente sobrevivirá.

Este efecto destructivo es potenciado por otro instrumento: el algoritmo, un término que designa el cálculo matemático que permite definir prioridades y tomar decisiones rápidas a partir de grandes series de datos (big data) y de variables, considerando ciertos resultados (el éxito en una empresa o en una elección). Pese a su apariencia neutra y objetiva, el algoritmo contiene opiniones subjetivas (¿qué es tener éxito?, ¿cómo se define el mejor candidato?) que permanecen ocultas en los cálculos. Cuando las empresas se ven obligadas a revelar los criterios, se defienden con el argumento del secreto empresarial. En el campo político, el algoritmo permite retroalimentar y ampliar la divulgación de un tema que está en boga en las redes y que, por ello, al ser popular, es considerado relevante por el algoritmo. Sucede que lo viral en las redes sociales puede ser producto de una gigantesca manipulación informativa llevada a cabo por redes de robots y de perfiles automatizados que difunden entre millones de personas noticias falsas y comentarios a favor o en contra de un candidato, convirtiendo artificialmente el tema en popular y ganando incluso más relevancia por medio del algoritmo. Este no tiene condiciones para distinguir lo verdadero de lo falso, y el efecto es tanto más destructivo cuanto más vulnerable sea la población a la mentira. Fue así como en 17 países se manipularon recientemente las preferencias electorales, entre ellos EEUU (a favor de Trump) y, ahora, Brasil (a favor de Bolsonaro), en una proporción que puede ser fatal para la democracia.

¿Sobrevivirá la opinión pública a este envenenamiento informativo? ¿Tendrá la información verdadera alguna posibilidad de resistir ante tal avalancha de falsedades? He defendido que en situaciones de inundación lo que más falta hace es agua potable. Con una preocupación paralela respecto a la extensión de la manipulación informática de nuestras opiniones, gustos y decisiones, la investigadora en computación Cathy O’Neil designa los big data y los algoritmos como armas de destrucción matemática.

La captura de las instituciones. El impacto de las prácticas autoritarias y antidemocráticas en las instituciones ocurre paulatinamente. Presidentes y parlamentos electos mediante los nuevos tipos de fraude (fraude 2.0) a los que acabo de aludir tienen el camino abierto para instrumentalizar las instituciones democráticas; y pueden hacerlo supuestamente dentro de la legalidad, por más evidentes que sean los atropellos y las interpretaciones sesgadas de la ley o de la Constitución.

En los últimos tiempos, Brasil se ha convertido en un inmenso laboratorio de manipulación autoritaria de la legalidad. Esta captura ha hecho posible la llegada a la segunda vuelta del neofascista Bolsonaro y su eventual elección. Tal como ha ocurrido en otros países, la primera institución en ser capturada es el sistema judicial. Por dos razones: por ser la institución con poder político más distante de la política electoral y por ser constitucionalmente el órgano de soberanía concebido como «árbitro neutro». En otra ocasión analizaré este proceso de captura. ¿Qué será de la democracia brasileña si esta captura se concreta, seguida de las otras que esta hará posible? ¿Será todavía una democracia?

©Alai-AmLatina