Pablo L. OROSA

MEMORIA DE UNA NIñA A LA QUE LE ROBARON LAS LÁGRIMAS EN RUANDA

Más de medio siglo después de escapar del gueto de Varsovia, Irene Klass se topó de nuevo con sus propias pesadillas. Las mismas que en Ruanda le estaban robando la infancia a Christine Niwemfura. Hoy ambas dialogan sobre lo que la memoria tiene que decirnos acerca de los genocidios más salvajes imaginados por la Humanidad.

Yo tenía ocho años cuando todo ocurrió. Era una niña, pero recuerdo que de pronto todos los hutus tenían armas. Venían a la escuela y preguntaban ‘¿cuántos tutsis hay aquí? ¡Que se pongan de pie! En mi clase éramos solo dos. Por entonces yo me sentía avergonzada, solo quería ser como los demás. Muchas veces pensaba ¿por qué mi padre elegiría ser tutsi? Lo culpaba de hacerme pasar por aquello». Christine Niwemfura no tuvo tiempo de decirle a su padre que lo sentía, aunque nunca llegara a confesarle tampoco lo «triste» que estaba con él. Los 100 días de la ignominia, que en realidad son cientos más pues las tensiones entre ambos grupos étnicos provocaron decenas de muertos antes y después de la primavera de 1994, le arrancaron los sentimientos. Que es como se mata en vida. «Sólo sobreviví yo. ¿Los demás? Los mataron a todos. Durante el genocidio yo no lloraba. Solía ver a gente muerta. A mi madre muerta. A mi padre muerto. A mi familia muerta. Pero no lloré ni una sola vez. No pensaba en nada, me limitaba a ver gente muerta. Empecé a llorar después».

Hoy, Christine llora sin lágrimas. Sobre todo cuando sus dos hijas pequeñas, con las que vive en Johannesburgo, le preguntan «mamá, ¿por qué nosotras no tenemos abuela?». Sobre todo al irse a dormir, cuando vuelve a revivir las noches que quisiera olvidar: «Sueño que todavía estoy allí, que corremos a escondernos al bosque porque quieren matarnos. Estoy asustada». Al despertar, Christine Niwemfura sigue teniendo el miedo agujereándole el cuerpo.

Cuando sus hijas sean mayores, «cuando puedan entenderlo», Christine va a contarles lo ocurrido. A narrarles cómo las turbas hutus, con el odio inyectado en vena por el llamamiento de la Radio Television Libre des Mille Collines para «exterminar a las cucarachas», le arrebataron las lágrimas y la infancia a toda una generación de habitantes de Ruanda. Quizás entonces, Christine Niwemfura dejará de tener miedo de irse a soñar.

Una carrera contra el olvido

«Ha sucedido y, por consiguiente, puede volver a suceder: esto es la esencia de lo que tenemos que decir (…) Puede suceder y puede suceder en cualquier lugar».

Fundida a negro sobre el hormigón del vestíbulo, la frase de Primo Levi, esclavo y superviviente de Auschwitz, encierra el diálogo que Irene Klass y Christine Niwemfura mantienen en el Johannesburg Holocaust & Genocide Centre, donde una exhibición recoge todo lo que supone un genocidio: el decálogo del odio inflamado por las milicias hutus, la camiseta ensangrentada de un pequeño con el dibujo de Bart Simpson en el pecho, la historia de cómo Silas Ntamfurigirishyari salvó a una anciana y a un niño.

«Yo era un soldado cuando comenzó el genocidio (…) Un día cuando volvíamos a la base militar nos cruzamos con una mujer mayor y un niño. Mis compañeros querían matarlos, pero les dije que no perdieran el tiempo, que lo haría yo. Así que me dejaron solo con ellos. Los llevé al bosque y cuando por fin estuve seguro de que no había nadie alrededor le dije a la mujer que se escondiese allí hasta que yo volviera. Esa misma noche los llevé a Burundi».

Existe un sustrato común en el delirio macabro del siglo XX, desde los genocidios sin significante contra los pueblos herero y nama en Namibia al Holocausto nazi o la barbarie en Ruanda: la deshumanización del otro, el silencio cobarde de los hombres buenos, la planificación sanguinaria, el legado negacionista. «Cada caso es diferente, pero no debemos comparar ni medir. Por ejemplo, en el caso de los namas, asesinaron a 10.000 personas, pero esto supone un 75% de su población. Ese también fue un genocidio». Aunque por entonces no existiera ni siquiera ese concepto, insiste Tali Nates, historiadora y directora del centro.

«Lo que necesitamos», continúa Nates, hija de un superviviente del Holocausto rescatado por Oskar Schindler, «es escuchar. A todos. A las víctimas y a los verdugos. A los que se arrepintieron y a los que no. A los soldados nazis y hutus que no hicieron lo que se esperaba de ellos y salvaron a sus enemigos. A los que sí lo hicieron. A los que callaron y dejaron que pasara. A los que hablaron y lo pagaron». «La exposición busca la humanidad de todos los actores. Por supuesto que hay que darle espacio a las víctimas, por algo fueron las que sufrieron una persecución injusta, pero hay que buscar una perspectiva completa», añade: Los crímenes no se podrían haber llevado a cabo sin el silencio compartido, pero hubo también quien alzó la voz para ayudar a quien era el otro.

Christine Niwemfura ya creció en una Ruanda encolerizada. La disputas étnicas, creadas y azuzadas por la colonización, primero belgas, después franceses y ingleses, habían acabado por separarlo todo: hasta los matrimonios mixtos. La población convivía, pero apenas se relacionaba. No muy distinto a lo que sigue sucediendo hoy en día, por más que el Gobierno haya borrado las distinciones raciales de la vida oficial.

«Sí, hemos aprendido a perdonar, pero eso no quiere decir que olvidemos. Existe esa distancia, aunque no sea algo fácil de ver a simple vista. El Gobierno ha tratado de borrar las diferencias entre nosotros y todos somos ruandeses, pero cuando sucede lo que pasó en Ruanda hay algo que se rompe. Es una barrera que está ahí. Algo que no se puede olvidar. Nunca se va a olvidar».

«¿Quién puede perdonar algo así?», toma la palabra Irene Klass. «A mí me robaron mi infancia y mi familia. Eso es algo de lo que uno no se olvida jamás». «A mi marido y a mí nos encantaba viajar, viajábamos mucho, a todos lados, menos a Alemania. Ahí siempre le decía que no quería ir».

Las pesadillas de aquellos días en el gueto de Varsovia, los cuerpos hinchados de hambre, las marcas en la piel, el olor a muerte, le arrebataron la sonrisa durante décadas. En los genocidios no solo mueren los cuerpos, se mata también la memoria de los que viven. Por eso es tan importante recordar. Para crear una memoria del futuro.

«Hemos dejado atrás el odio», retoma Christine, «pero sigue latiendo el dolor». Pese a las dificultades y cicatrices todavía visibles, Ruanda es un ejemplo de lo que significa la reconciliación. Se trata sobre todo de no olvidar, «de conseguir que las generaciones venideras sean conscientes de lo que ocurrió para que no vuelva a suceder».

Demasiadas primaveras después de todo aquello, del horror nazi y la enajenación hutu, a las dos supervivientes les toca ser testigos de otro gran martirio del nuevo siglo: el racismo inoculado por el apartheid y que todavía marca la realidad diaria en Sudáfrica. El país que las acogió vive hoy días convulsos en los que basta ser extranjero de nacionalidad –que no de raza– para ser perseguido. «Resulta tenso para nosotros vivir aquí», reconoce Chrisinte. La crisis económica ha agudizado los enfrentamientos: las fronteras abiertas de Mandela ya son historia. Y son cada vez más los que promueven las expulsiones masivas de kwerekweres, «de los que les quitan el trabajo».

«No sé si la Humanidad ha aprendido la lección». Tampoco la del apartheid. «Pienso que sólo aprenden los que han pasado directamente por algo así», vuelve a hablar Irene Klass, a quien el delirio nazi no consiguió borrarle el recuerdo de las últimas vacaciones de su infancia. Esa es la única patria que le queda. Una patria embarcada en una carrera contra el olvido.

 

Los 100 días del horror en Ruanda

Entre abril y julio de 1994, más de 800.000 personas murieron en Ruanda en lo que fue la consumación de un conflicto étnico anterior a la dominación colonial pero eminentemente disparado tras ella.

Los hutus, que en el siglo XIX habían logrado darle la vuelta a la estratificación social, fueron de nuevo relegados durante el mandato belga en Ruanda. A finales de los años 50, la mayoría hutu encabezó la lucha por la independencia que se consumó tras la matanza y expulsión de cientos de miles de tutsis. La dictadura de Juvénal Habyarimana supuso paradójicamente una período de tranquilidad para la minoría tutsi que todavía residía en el país, mientras los casi medio millón de refugiados en Burundi, Zaire (hoy República Democrática del Congo), Tanzania y, sobre todo, Uganda creaban el denominado Frente Patriótico Ruandés (FPR). En 1990, este grupo compuesto en su mayoría por tutsis exiliados tras la revuelta del 59 lanzaron un ataque desde Uganda.

Pese al acuerdo de paz de Arusha de 1993, las tensiones no dejaron de crecer. El FPR continuaba armándose y las milicias Interahamwe de los hutus hacían la propio dentro del país.

Cuando el avión de Habyarimana fue derribado el 6 de abril de 1994, el acuerdo de paz salta por las aires y los hutus desencadenan la terrible matanza ante la mirada impasible de la ONU, que optó por no interferir.

El 13 de julio de 1994, los rebeldes tutsis liderados por el aún presidente ruandés, Paul Kagame, tomaron la capital y pusieron fin al genocidio, pero no a las matanzas. Las represalias del FPR se cebaron con los genocidas hutus que no huyeron, protegidos por Francia, entre los miles de refugiados que salieron del país.P. L. OROSA