Comencé a trabajar en GARA en julio del año pasado y jamás imagine que menos de un año después estaría cubriendo actos de campaña de la política institucional de primera línea, observando en carne y hueso a políticos que antes solo veía a través de la pantalla del televisor.
Acostumbrado a los olvidados, a alcaldes y concejales de clase trabajadora que se presentaban en pueblos pequeños por pura vocación pública, que toman decisiones mediante asambleas, desde abajo y desde la izquierda y fuera del foco arbitrario de los mass-media, pasé a cubrir los actos más esperpénticos de la derecha española.
En un solo mes, «acompañé» a Pablo Casado, el de las «fosas de no sé quién», a su paseo por Alde Zaharra de Iruñea, mientras en mi valle un laborioso trabajo de vecinos en sintonía con el Ayuntamiento y varios colectivos conseguían, ochenta años después de aquellos viajes sin regreso, realizar las primeras exhumaciones con sus correspondientes reconocimientos.
Escuché a Inés Arrimadas, a rebufo de María Chivite, hablar de imposición del euskera en la Plaza Consistorial de Iruñea, cuando varias personas del valle, de valores republicanos españoles, comenzaban a aprender y a participar por iniciativa propia en el día del euskera. También advirtió aquella tarde sobre el adoctrinamiento en las escuelas, al tiempo que en mi valle, más que adoctrinar se construían centros infantiles públicos y se municipalizaban empresas.
En Nafarroa, al parecer, estamos viviendo el mismo modus operandi que en Catalunya, decían Arrimadas y Javier Esparza, donde el independentismo ha traído confrontación, división social, y pérdida de libertad. En mi valle, por el contrario, un sábado al mes, a la una del mediodía, entre diez y quince personas se juntan, con pintxos de chistorra y tortilla de patata, al borde de la carretera para pedir precisamente eso, libertad. Libertad para los presos vascos y también para los catalanes a cambio, a veces, de algún que otro descafeinado bocinazo como muestra de solidaridad.
Términos tales como “progreso” y “modernidad” emergen de mítines de Navarra Suma y de Geroa Bai a la hora de hablar del TAV. Entretanto, varios vecinos se organizan para realizar algún que otro acto de protesta contra esa forma de “progreso” que arrollará planicies enteras y partirá mi valle en dos.
Los ataques conservadores, sumergidos en la inanidad más completa, son fáciles de responder. Algo más complicado es vencer en las urnas. Mi valle no es el cielo empíreo, pero tampoco es un oasis en medio de un desierto conservador, ni tampoco un lapsus. Es una pequeña o microscópica victoria imperecedera en el siglo de la derrota para la izquierda; una muestra del camino emprendido contra viento y marea y al mismo tiempo una oportunidad para llegar más lejos. Tomemos consciencia de que las victorias de lo cercano, de lo palpable, nos pueden catapultar a conseguir mayores metas.