Dabid LAZKANOITURBURU

China año 30, ecos de Tiananmen

Pekín vende su éxito económico como la prueba de su «acierto» al desalojar a sangre y fuego las protestas estudiantiles en el convulso 1989

La madrugada de hoy de 1989, el régimen chino lanzó una contundente respuesta a los sectores que ansiaban que el proceso de apertura de la economía tuviera su traslación en una apertura política que, sin emular a la occidental democracia representativa, supusiera avances en el reconocimiento de las libertades formales, incluida la de expresión y crítica a las que ya apuntaban como distorsiones del sistema, como la corrupción y las incipientes desigualdades sociales.

Esas eran las reivindicaciones de sectores estudiantiles que, al calor de la ola de movilizaciones y protestas en la URSS y en los países de Europa central y oriental en los ochenta, soñaron con que era posible arrancar concesiones al Partido Comunista Chino (PCCh).

¿Ingenuos? Puede, aunque en su descargo, y rivalizando con la Glasnost y Perestroika liderada por el entonces líder soviético Mijail Gorbachov, China vivía un tímido pero incontestable proceso de transparencia y de alivio de la presión contra la libertad de información.

Fue precisamente el funeral tras la muerte del aperturista exsecretario general del PCCh Hu Yaobang en abril el germen de las protestas y de la acampada frente a la Ciudad Prohibida. Los titubeos y dudas sobre cómo responder a las protestas evidenciaron el dilema al que se enfrentaba el partido.

La cancelación de la bienvenida oficial a Gorbachov en mayo en plena huelga de hambre de los estudiantes colmó el vaso de un régimen que veía socavado su principio de autoridad.

El entonces secretario general, Zhao Ziyang, sabía lo que venía cuando imploró entre lágrimas a los estudiantes que desalojaran. Tras la imposición de la ley marcial, la resistencia de los acampados forzó al Ejército a retirarse y hubo unos días de impasse que algunos interpretan 30 años después como una suerte de vacío de poder.

Si se dio, –o si en verdad no era más que una pausa de preparativos– poco duró. Los tanques arrasaron días después con la protesta en Tiananmen.

Hoy sigue sin haber una cifra oficial de víctimas. Fuentes oficiosas de Pekín reconocen unos «pocos» cientos de muertos. Fuentes occidentales la elevan a la friolera de 10.000 muertos. Seguro que la verdad está ahí en medio y ONG hablan de alrededor de 2.000 víctimas mortales. Baile de cifras que sirven a intereses contrapuestos –el de Pekín de minimizar los hechos, el de Occidente de magnificarlos para criminalizar a su enemigo– pero que ocultan lo esencial.

Y lo esencial es que el Gobierno chino justifica su actuación en Tiannanmen como una respuesta «necesaria» a lo que califica de «turbulencia».

Y que presenta su increíble y sin duda meritoria explosión económica como prueba de lo acertado de su decisión, que le habría librado de la inestabilidad y el riesgo de colapso total que sufriría la URSS y que salpicó a sus satélites «socialistas».

30 años después, todo apunta a que la mayoría de la sociedad china ha hecho suyo el «contrato social» firmado con sangre en Tiananmen: respeto a la hegemonia política del PCCh a cambio de que el partido le garantice un progreso económico que termine aupando a China al estatus de primera potencia mundial global.

Así, Pekín se puede permitir una represión desde la base, sin estridencias, y un control social interno en el que gasta más al año que en su creciente presupuesto militar. De este modo corta de raíz cualquier conato de disidencia tanto liberal –muy débil– como marxista-maoísta, que despunta al calor de unos índices de desigualdad cada vez más obscenos.

Por lo demás, meter a cientos de miles de uigures en «campos de reeducación» o controlar a su población con aplicaciones de telefonía móvil entra dentro de la normalidad del impulso uniformizador de la mayoría han.

Ese es el normalizado diagnóstico de China 30 años después, pese a que algunos agoreros presagien crisis por el creciente culto a la personalidad del líder todopoderoso, Xi Jinping, y por su rechazo creciente al histórico universalismo (tianxia) chino en pro de una visión más excluyente y particularista.

Un diagnóstico en el que los muertos de ¿la matanza?, ¿masacre?, ¿turbulencia? de Tiananmen, simplemente, no existen.