Escribo esta primera pieza de comentario festivalero plenamente consciente de la total libertad que se me ha otorgado en la elección temática. Esto, más que una bendición (que también) lo entiendo como una responsabilidad: sé que mis elecciones pueden delatarme, o peor aún, delatar al oficio al que, nos guste o no, estoy representando. El caso es que en numerosas ocasiones, se ha acusado al periodismo (y más aún a la crítica cinematográfica) de sentirse demasiado a gusto en el llanto.
Y sí, tenemos cierta naturaleza protestona que no debe (ni puede) ocultarse; sí, en alguna ocasión (aunque no en tantas como se nos adjudican), habremos caído en la queja por el propio gusto a la queja. De modo que si se me permite (y ya sé que sí), me gustaría dedicar las primeras líneas de este espacio a mostrar esa cara que también creo que nos representa: aquella que nos recuerda que debemos ser agradecidos... sobre todo cuando se nos ha correspondido.
Comento todo esto a razón de una de las novedades más notables, a nivel organizativo, para esta 67ª edición de Zinemaldia: la recogida de invitaciones (para proyecciones) destinadas a los miembros acreditados de la prensa. Este es un asunto que ya comenté, largo y tendido, el año pasado... y que de hecho, ya veníamos comentando, a lo largo de los últimos años, buena parte de los profesiones del sector. Y aquello no era, que conste en acta, gusto por la queja. Era una manifestación racional de cabreo ante una situación que nos denigraba tanto a nosotros como al propio festival.
Breve resumen, para acabar de ponernos en situación: cada jornada festivalera en Donostia empezaba con el penoso ritual de colas kilométricas (solo media hora antes de la primera sesión del día) que desembocaban en un par de mostradores donde encargados de la organización entregaban esas invitaciones antes comentadas. El problema estaba en lo rudimentario de un sistema que parecía diseñado para concretar la más torpe facturación de agendas.
En ocasiones, y citando a un compañero de fatigas, no se sabía si la gente iba a pedir entradas de cine o si iba a informarse sobre cómo hipotecar su casa. Total, que aquello, a diferencia de otros festivales (ahí estaba el auténtico drama), no avanzaba, y claro, las malas vibraciones se instalaban muy pronto en el personal: así no había manera de trabajar... mucho menos de disfrutar. Pero todo cambió, y ahí iba, justo al terminar la 66ª edición. Pocos días después de la entrega de la Concha de Oro a ‘Entre dos aguas’, de Isaki Lacuesta, salió la cabeza más visible del certamen e hizo algo atípico en cualquier esfera gobernante: dar la cara.
Apareció Jose Luis Rebordinos en una entrevista que pretendía hacer balance del último ejercicio de Zinemaldia, y en un momento dado, por supuesto, surgió el affair de las invitaciones. Llegados a este punto, ocurrió algo igualmente extraordinario: la admisión de culpa... y la promesa de que se había tomado buena nota de tan engorrosa anomalía, y que se haría algo al respecto para el año siguiente. Pues bien, ya alcanzamos las fechas en que esta promesa debería cumplirse... y sorpresa, esta se ha cumplido.
Rebordinos y su equipo (atípicos gestores en la sensibilidad mostrada ante las súplicas de su parroquia) no mintieron, y reaccionaron ante una situación que había llegado a niveles insostenibles. Empezó la 67ª edición de Zinemaldia, y lo hizo, de momento, con una gratificante sensación de alivio: evitamos el primer incendio. Se concretó ese tan deseado cambio significativo en la infame recogida de invitaciones. Este recuerda ahora al híper-eficiente modelo con el que el Festival de Berlín lleva años despachándonos.
Nada mejor que la legendaria eficiencia germana para agilizar esos trámites por los que la vida, muy a nuestro pesar, nos obliga a pasar cada día. Nada mejor, sobre todo, que una organización que atiende a argumentos, que los procesa, que se mueve en función de ellos... Nada mejor, de verdad, que sentirse escuchado. Bien jugado: felicidades, y muchas gracias.