Las encuestas cocinadas antes de la sentencia contra los presos políticos catalanes sonríen a Pedro Sánchez, pero desde el PSOE no las tienen todas consigo. La respuesta al fallo del Tribunal Supremo ha desbordado a un Gobierno en funciones que se las prometía felices tras las fallidas investiduras de junio y setiembre. Cargar la culpa a Podemos y, de paso, acabar con él, ratificar que Vox tocó techo en abril y no depender de los soberanistas era el paisaje hegemónico, dibujado milimétricamente, con escuadra y cartabón, por Iván Redondo.
Ahora ese lienzo, campo de batalla inagotable, ha hecho saltar las alarmas a los tecnócratas de Moncloa. Sánchez, con más finales que principios, no ha salido airoso de las negociaciones fallidas con Podemos, pues el primer responsable de no formar gobierno es del que va a gobernar, y el tifón electoral que parecía en abril se ha quedado en un leve brisa sureña, agazapada frente a los vientos del norte.
Y es que la sentencia y sus consecuencias han desacreditado las profecías de los asesores del secretario general del PSOE. Sánchez no tiene soluciones, solo represión, contra un independentismo catalán reactivado y tampoco quiere buscarlas con Podemos, aunque diga que «siempre mira hacia la izquierda». Me pregunto desde dónde. Quizá, desde ese nacionalismo español exacerbado, apela día sí y día también a la gobernabilidad y ruega a Pablo Casado que le deje paso, como hizo el PSOE con el PP en 2016 y que costó su cabeza por el famoso «no es no» a Rajoy.
El líder del PP es consciente de que se abstendrá antes que unas terceras elecciones. Las encuestas le dan margen de maniobra, y ve factible ese acuerdo disfrazado de excepcionalidad. No le preocupa Rivera, desgastado por las encuestas, exigiendo la intervención del Estado en Catalunya al tiempo que hace gala de su laissez faire más ibérico. Pero quizá sí Abascal, líder del único partido crítico con la sentencia del TS y con la exhumación del dictador, de sobra experimentado en divulgar las mentiras más simplificadas que dan el pego de ser verdad, y más en una campaña con Catalunya en el fondo.
Que al trío de Colón le diesen los números implicaría un calvario por las profundidades del arrepentimiento para el PSOE. Y depender de los soberanistas, en cambio, un auténtico quebradero de cabeza para todos los agentes implicados en la ecuación. Sánchez volvería a ser «el traidor» entregado al independentismo, y el independentismo volvería a investir a un autoritario que no solo se niega a dialogar sino que amenaza constantemente con el 155, y cuyas promesas respecto a derechos sociales, como la derogación de la reforma laboral y la Ley Mordaza, han quedado en agua de borraja.
Es evidente que un soberanismo fuerte pondría las cosas difíciles en Madrid y evidenciaría, también internacionalmente, el gran elefante en la habitación del Congreso. De los partidos soberanistas dependerá, si el dilema es estrictamente binario, evidenciar que es posible negociar con un Gobierno del PSOE o bien reflejar que la gobernabilidad en el Estado español está supeditada a la resolución del conflicto, haciendo que este resuene en cada sesión.