La construcción de universos originales a partir de materiales preexistentes podría ser denominada algo así como reciclaje cinematográfico, y “El hoyo” (2019) nos transporta a un extraño lugar nunca antes visto en una pantalla, pero a la vez nos permite reconocer en él realidades ya reflejadas en obras literarias o audiovisuales. Hay mucho de kafkiano, de orwelliano, de cervantino incluso en su interior. Y en la vertiente cinéfila cómo no pensar en el siempre visionario Marco Ferreri y su provocadora de conciencias burguesas “La grande bouffe” (1973), o en la claustrofóbica estructura espacial y moral mostrada por Vincenzo Natali en “Cube” (1997). Luego están aquellas películas que reubican la lucha de clases en vehículos o edificios que representan a toda la sociedad, el tren de la futurista “Snowpiercer” (2013) del coreano Bong Joon-ho, o el alto rascacielos de la adaptación de la novela de J.G. Ballard que un errático Ben Wheatley hizo en “High-Rise” (2015).
El gran mérito del debutante Galder Gaztelu-Urrutia es haber creado una película que puede funcionar igual en un festival especializado como el de Sitges o en otro más abierto como el de Toronto. Y es así gracias a que escapa de las limitaciones genéricas para convertirse en una impactante fábula distópica abierta a un sinfín de lecturas sobre la naturaleza y el destino último de la humanidad. Determinados comportamientos extremos observables en cuanto el instinto de supervivencia entre en acción demuestran que no se ha avanzado tanto desde los tiempos de las cavernas.
El animal que llevamos dentro, ese animal político, está muy presente en la lucha por la comida que “El hoyo” (2019) plantea en su sentido más básico. El control sobre los recursos alimenticios es la clave del poder económico, de la primacía de las potencias instaladas en el nivel superior sobre la geografía del hambre que queda reservada a los niveles inferiores.