Ha logrado descubrir y seducir a una nueva identidad cultural inglesa, y si sabe gestionarlo bien puede lograr forjar una nueva mayoría conservadora para toda una generación». No son las palabras de un cualquiera. Son las de Nicholas Soames, peso pesado dentro del Partido Conservador y nieto del mítico expremier Winston Churchill, pronunciadas en la BBC durante la noche electoral.
Esta afirmación constata el vuelco que ha dado el mapa político británico tras las últimas elecciones. Los tories se han hecho con feudos tradicionalmente laboristas, situados principalmente en lo que se conoce como la red wall. Todo ello gracias al Brexit –factor polarizante de la contienda electoral– y del buen hacer de su candidato, Boris Johnson, quien ha sabido canalizar el hastío de gran parte del electorado británico por la tardanza en cumplir con la salida de la UE.
En su día, Johnson supo jugar sus cartas. Se sabe –y lo corrobora otro ex primer ministro, en este caso David Cameron, en sus memorias– que el día que tomó posición con respecto al Brexit tenía escritas dos cartas, una favorable a la retirada británica de la UE y otra a favor de la permanencia. Johnson hizo una apuesta, se posicionó claramente en una guerra civil que se venía librando en el bando conservador durante 30 años, y aquel movimiento ha resultado ser el victorioso. Ahora, en el Gobierno y con mayoría absoluta, no tiene excusas para hacer aquello en lo que basó su campaña electoral: Get Brexit done (cumplir de una vez con el Brexit).
Para ello, y antes de todo, ha hecho una purga sin escrúpulos dentro de su propio partido. Ya cuando asumió el liderazgo de la formación, y tras los primeros reveses en su aventura hacia la consecución del Brexit, retiró el whip a 21 rebeldes tories, o lo que es lo mismo, los expulsó de la disciplina del partido. En esta ocasión no ha tardado tanto, no ha esperado a la puñalada trapera de los suyos; ha obligado a cada candidato tory a firmar un documento a favor de su Brexit.
Pero estar en campaña permanente repitiendo eslogan y con un programa vacío en contenidos no es lo mismo que gobernar. La primera suena a poesía, mientras que la segunda se escribe en prosa. Con mayoría parlamentaria, y sin oposición interna, será ahora cuando salga a relucir el verdadero Boris Johnson, aquel de quien todos se han reído, aquel bufón que casi nadie tomaba en serio. Ya en su discurso de la tarde rebajó el tono de su discurso y el partido cambio de eslogan: el Get Brexit done de la campaña ha dado paso a The people’s Government (el Gobierno del pueblo). Habló sobre cicatrizar las heridas abiertas por el Brexit y acuñó el one-nation conservatism de Benjamin Disraeli, quien fuera líder de los tories a finales del siglo XIX, que lo creó para atraer a los hombres de la clase trabajadora como una solución a las divisiones en aumento en la sociedad. Paternalismo puro y duro, pero también cintura política, que es una de las principales virtudes del líder tory.
De vuelta al trabajo, Johnson tiene una misión principal: la salida británica de la UE. El proceso arrancará en los próximos días y constará de la aprobación tanto de su acuerdo con Bruselas como de la legislación necesaria para hacer del acuerdo ley. Todo ello antes del 31 de enero del año próximo, día en el que se hará oficial la retirada británica del bloque comunitario. El verdadero trabajo, no obstante, arrancará una vez se consume la retirada, cuando Gran Bretaña y la Unión Europea tendrán que volver a sentarse para hablar de las futuras relaciones entre ambas entidades.
Será entonces cuando la sociedad británica se dé cuenta de que la cuestión del Brexit no ha llegado todavía a su fin. Johnson se ha dado de plazo menos de un año –hasta el 31 de diciembre de 2020– para cerrar un nuevo acuerdo comercial con la UE, periodo poco realista según coinciden los expertos en la materia. Lo que el pasado nos dice, por ejemplo, es que países como Canadá –modelo en el que se fija Gran Bretaña–, Japón, Corea del Sur, Ucrania y otros tantos necesitaron un mínimo de un lustro para cerrar sus respectivos acuerdos con Bruselas.
Es cierto que Gran Bretaña parte con ventaja, pero será la postura que tome Johnson al respecto el determinante de la duración de las conversaciones. Un giro hacia una posición más blanda aumentaría significativamente las probabilidades de acuerdo; de lo contrario, Gran Bretaña podría verse jugando bajo las reglas de la Organización Mundial del Comercio, sin las puertas abiertas de ningún gran mercado a su alcance. Ante ello, quizá no resulte extraño que fuese el presidente estadounidense, Donald Trump, uno de los primeros mandatarios en felicitar a Johnson por su victoria electoral; Estados Unidos quiere pescar en río revuelto.
Laboristas, ¿cambio de líder o nuevo rumbo? Peor pintan las cosas para el Partido Laborista, que cosechó la cuarta derrota consecutiva en unas elecciones generales. Lo bueno que tiene la cosa para los de Jeremy Corbyn es que tendrán poco tiempo para digerir el fracaso electoral, debido a la velocidad que Johnson quiere imprimir a la cuestión del Brexit. Además, al haber perdido capacidad de influencia en Westminster, dispondrán de la oportunidad de poner orden en su propia casa.
Tras la derrota electoral, se han alzado voces en el seno laborista que piden un retorno a posiciones más centristas, quizá añorando los tiempos de Tony Blair y su Nuevo Laborismo. Sin embargo, ese retorno al pasado parece poco probable, ya que, entre otras cosas, el propio Corbyn no abandonará el barco hasta culminar el proceso de reflexión que ha anunciado. La dirección del partido, además, culpa al Brexit de todos sus males; tanto Corbyn como John McDonnell, su mano derecha y principal ideólogo de la formación –que, por cierto, ya ha anunciado que no seguirá en la dirección laborista–, insisten en que sus propuestas eran populares entre el electorado, solo que estos no supieron entenderlas ni valorarlas.
Pero lo peor es que las bases ya intuían el desastre. Mucho se ha hablado sobre la impopularidad de Corbyn –aunque también de la desconfianza que generaba Johnson–. En ese sentido, la narrativa que se ha impuesto tras el paso por las urnas es que los activistas que recorrieron el país puerta a puerta eran acribillados a preguntas sobre su líder, y no sobre las propuestas que este ponía sobre la mesa, hecho que no hace más que acrecentar las dudas laboristas sobre la figura de Corbyn y su idoneidad para el cargo.
Personalismos aparte, la nueva dirección laborista tendrá que definir el carácter que quiere imprimir al partido de cara al futuro. El Brexit ya ha dejado su huella en la política británica, y sus consecuencias serán para largo. En esa tesitura, el Partido Laborista tendrá que decidir si quiere ser un partido metropolitano, o bien prefiere volver a las andadas y abrazar a sus bases históricas: la clase obrera de las zonas hoy postindustriales. Es decir, tendrá que decidir si quiere ser el partido que se ha impuesto en el distrito estudiantil de Canterbury, en el sudeste de Inglaterra, o la formación que ha perdido su escaño en Bolsover, bastión laborista que se sitúa al noreste de las Midlands.
Una vuelta a las andadas supondría un giro conservador en lo social, y un partido más patriótico y antieuropeísta en lo político –que, a su vez, cuenta con una militancia mayoritariamente proeuropea–. Por ello, el reto de la formación será mantener un equilibrio entre esos dos flancos; es decir, fusionar el radicalismo de los últimos años con los cimientos más tradicionales sobre los que se ha sustentado el partido históricamente. Para ello, está claro que va a haber un relevo en la dirección del partido, aunque a día de hoy no esté claro cuándo se va a llevar a cabo. Sea cuando sea, la pregunta que los laboristas se tienen que hacer es hasta qué punto quieren cambiar el rumbo emprendido por el corbynismo.