Dabid LAZKANOITURBURU

Gran Bretaña sale al fin de la UE y da un salto a lo (des)conocido

En plena crisis global y del modelo de democracia liberal, las élites tories decidieron cabalgar sobre el malestar popular y no dudaron en transformar el viejo partido para llegar al poder a lomos del Brexit.

Desde hoy, y tres años y medio después del referéndum sobre el Brexit del 14 de junio de 2016, Gran Bretaña ya está oficialmente fuera de la Unión Europea.

La contundente victoria electoral tory el 12 de diciembre del año pasado, allanada por un acuerdo express con Bruselas –casi calcado al que su antecesora, Theresa May, presentó sin éxito cuatro veces en la Cámara de los Comunes–, permitió al primer ministro, Boris Johnson, cumplir su promesa de salida a las 12 de la noche del 31 de enero, sin descargo del período de transición para afrontar las negociaciones sobre la futura relación bilateral, que Londres quiere ver culminado el 31 de diciembre. Bruselas insiste en que once meses es muy poco tiempo y se auguran unas dificultades no menores a las que han jalonado el proceso hasta ahora y que han dejado exhausta a la sociedad británica, e incluso a la europea.

 

Consumado oficialmente el Brexit, dos son las cuestiones que se plantean, y la una condiciona a la otra. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Y, sobre todo, ¿hacia dónde va el país y su reposicionamiento respecto a sus antiguos socios?

Gran Bretaña siempre tuvo un pie fuera de la UE. Pese a que fue Winston Churchill, primer ministro durante la II Guerra Mundial, el primero en hablar de los «Estados Unidos de Europa», el país se mantuvo al margen de la creación de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA) y de la Comunidad económica Europea (CEE), precursoras de la UE.

Su escepticismo histórico fue alimentado en los años sesenta por el por aquel entonces presidente francés, Charles de Gaulle, quien vetó dos veces el ingreso británico, que finalmente se formalizó hace 47 años, el 1 de enero de 1973, bajo el mandato del conservador Edward Heath y gracias al impulso de un grupo de modernistas conservadores

Pero lo hizo bautizando a la CEE como el Mercado Común, lo que evidenciaba la percepción exclusivamente mercantil, nunca social y política, que ha guiado las relaciones británicas con la UE y sus tiranteces con el eje franco-alemán.

Desde el principio hasta el final, esa relación ha estado marcada por la utilización política, y a ratos partidista, de ese euroescepticismo congénito.

En 1974, un año después de su ingreso, el laborista Harold Wilson llegó al poder tras prometer en campaña la renegociación de los términos de pertenencia de Gran Bretaña y un referéndum en 1975, en el que la permanencia arrasó con un 67%.

El dimisionario Jeremy Corbyn, quien finalmente ha sucumbido políticamente al Brexit, votó entonces por la salida, lo que ilustra sus problemas para gestionar este tema y, sobre todo, explica el resquemor histórico de parte del laborismo, la más combativa, con una Europa que ya entonces viraba hacia posiciones (neo)liberales.

Pero finalmente fue y ha sido la presión de los sectores euroescépticos del Partido Conservador la que, al transformar completamente a la formación conservadora, ha forzado la salida británica.

Los tories se han reivindicado desde sus orígenes como un partido templado y moderado. Hubo excepciones que a punto estuvieron de provocar rupturas de los sectores más retrógrados, como la provocada por las Leyes del Maíz en el siglo XIX, cuando algunos insistieron en proteger los intereses de los terratenientes frente a la nueva clase mercantil. O en 1914, cuando el partido rechazó una propuesta de autonomía para el norte de Irlanda apelando a un nativismo inglés y poniéndolo por encima de la construcción política parlamentaria diseñada durante cientos de años.

Siempre ha habido una facción entre los conservadores que desdeña a una Alemania a la que Gran Bretaña ganó en las últimas dos guerras y que no se fía de Francia, su eterno rival.

Pero, contra una idea muy extendida, ese sector no fue alimentado bajo los mandatos de la ultraliberal Margaret Thatcher. La Dama de Hierro defendió con ardor el mercado interior y la ampliación al este aunque, eso sí, salió al paso del plan del entonces presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, quien abogaba por una unión política y federal.

La explicitación de ese sueño alimentó a los tories euroescépticos, a los que su sucesor, John Mayor, tildó de «esos bastardos» en los años noventa.

«Esos bastardos», que a punto estuvieron de dinamitar el partido, forzaron a Mayor a negociar el famoso «cheque británico», por el que la UE asumió las excepciones británicas en materia de seguridad (Schengen), política monetaria (euro y BCE) y derechos sociales.

La paradoja es que esas excepciones alimentaron a su vez ese sentimiento euroescéptico.

Más de una década después, y tras los sucesivos gobiernos de los laboristas Tony Blair y Gordon Brown, interregno bautizado como «Cool Britannia», el tory David Cameron pretendió zanjar el problema interno de los brexiters prometiendo y convocando un referéndum. Con el resultado conocido.

Y ahí llegamos al meollo de la cuestión. El referéndum tuvo lugar en medio de una «tormenta perfecta» alimentada por el resentimiento hacia un sistema y una clase política que impuso una austeridad draconiana tras la crisis global de 2008. A ello se le unió el rencor reconvertido en xenofobia de las poblaciones de la Inglaterra desindustrializada y empobrecida.

Todo ello emergió en medio de una crisis existencial de la UE, con una gestión desastrosa de la llegada masiva de refugiados en 2015, con la crisis del euro y la asfixia a Grecia y con el resurgir de la derecha extrema, o viceversa, en toda Europa.

Los tories euroescépticos seguían ahí pero fueron los representantes de las élites criadas en Oxford y en Eaton, personificadas en Boris Johnson, Michael Gove... los que vieron una oportunidad de oro para volcar el tablero y para, resucitando su latente nostalgia por la época del imperio, apostaron, acertadamente, por el Brexit.

Lo hicieron en una campaña cuajada de mentiras y de falsas promesas magistralmente descrita en la película «Brexit, The Uncivil War». En el film, un magistral Benedict Cumberbatch intepreta a Dominic Cummings, el cerebro de la campaña con su lema «take back control» (retomemos el control), toda una apelación a emociones y viejas nostalgias.

Esa nostalgia ha estado ahí desde que, tras las dos guerras mundiales, Gran Bretaña fue consciente de que su imperio marítimo era historia y fue retirándose sucesivamente de sus posesiones en Asia (India, Pakistán, Myanmar y Ceilán, hoy Sri Lanka) y Oriente Medio (Palestina, Irak...), para acabar humillada en la crisis de Suez de 1956.

El problema, como señaló en 1963 el exsecretario de Estado de EEUU, Dean Acheson, es que «Gran Bretaña ha perdido un imperio, pero no ha hallado todavía un papel».

Analistas como Pankaj Mishra rememoran la desastrosa gestión de la independencia de India (con la sangrienta partición de Pakistán) como el antecedente de la incompetencia con la que las mismas élites políticas surgidas de Eaton han gestionado la salida de la UE.

Pero seguro que uno de los aludidos, el propio Johnson, no piensa lo mismo tras su victoria electoral de diciembre (mejor habría que decir debacle laborista). Y es que, así como el longevo Partido Conservador ha sido conocido por su templanza, también lo es por haber sabido siempre palpar el ánimo popular británico en cada momento.

Y los tories brexiters lo han hecho, aunque sea a costa de mutar totalmente el partido hasta hacerlo desconocido y de forzar la salida de la UE con poco más del 37% del censo electoral, lo que ha provocado un nivel de polarización inédito.

Esa improvisación y falta de escrúpulos de la clase política en el poder en Gran Bretaña abre grandes incertidumbres sobre el futuro del país y de sus relaciones con la UE y el mundo. Johnson vuelve a blandir la amenaza de un no acuerdo (no deal) para que la UE acceda a mantener abierto su mercado, pero sin ningún tipo de compromiso por parte británica.

Su sueño sería convertir a Gran Bretaña en una suerte de gran Singapur con la City financiera como centro. La UE, consciente de que Londres seguirá siendo Londres, recela de tener en su frontera marítima un gran paraíso fiscal.

En paralelo, Johnson apuesta por un reforzamiento estratégico con EEUU y se hace querer por un Donald Trump que no oculta el interés existencial de Washington por diluir a la UE y mantenerla débil y sumisa.

Pero el Gobierno británico debería recordar la máxima de todo imperio, y que reza aquello de que «Roma no paga traidores». Y los nostálgicos del imperio que se dejan querer por el magnate USA no deberían tampoco olvidar el desplante que sufrió el célebre economista británico John Maynard Keynes cuando tras la II Guerra Mundial intentó sin éxito que EEUU condonara la enorme deuda contraída por la compra de material de guerra por un subsidio por los sacrificios británicos en la lucha contra el nazismo.

Condenada a un préstamo con intereses leoninos, EEUU recogió los restos del imperio británico como fruta madura.

Con estos antecedentes, Gran Bretaña podría verse condenada a convertirse en un instrumento para debilitar aún más a la UE.

Los tories brexiters han sabido captar, y alimentar, la percepción de que la debilitada UE es un proyecto sin futuro del que más vale apearse cuanto antes. Sin mirar atrás.

La cuestión es que, por cuestiones históricas, geográficas y económicas, la suerte de la isla está vinculada, para bien y para mal, con el «resto del continente», lo que podría dar lugar finalmente a la negociación de una relación preferencial entre la UE y Gran Bretaña siguiendo el modelo de Noruega.

Esa pulsión, nuevamente entre ficción y realidad, determinará si lo que ha comenzado hoy es un salto a lo ya conocido (un «no me quedo pero no me termino de ir»). O un salto a lo desconocido. ¿Al vacío?