Isidro ESNAOLA

El coronavirus ha dejado en evidencia las grandes debilidades de la globalización

Las drásticas medidas de los gobiernos para frenar el coronavirus han dejado a la economía aturdida, pero continuar aplicando las mismas recetas de siempre no sirve de gran cosa. Hay que pasar de pantalla.

Ayer las autoridades comenzaron a reconocer, por primera vez, que no se hacen más test a las personas sospechosas de estar infectadas por el coronavirus porque no hay capacidad. Así que en la gestión de esta pandemia parece que hay otros problemas que van más allá de unas previsiones más o menos optimistas o de un intento de que la economía saliera lo menos afectada posible. La promesa de Pedro Sánchez de que reforzará la sanidad fue un reconocimiento de su debilidad. En cualquier caso, al final la expansión de la neumonía por coronavirus ha terminado golpeando con virulencia a la actividad económica.

El martes fue un día de inusitada actividad gubernamental después de que se hubiera generalizado la cuarentena y la ciudadanía estuviera confinada en sus casas. La Comisión Europea, los ejecutivos francés y el español, el Gobierno de Lakua, las diputaciones forales e incluso Eudel hicieron públicas las medidas económicas que habían tomado para hacer frente a la crisis. Largo y bastante tedioso sería enumerar todas ellas, pero en conjunto responden a una misma lógica.

En primer lugar están las medidas que suponen el aplazamiento de ciertos pagos, especialmente de impuestos. Una decisión sensata que en estos momentos de incertidumbre da cierta tranquilidad a la gente, pero cuyo efecto económico es bastante escaso. Aplazamiento significa que más tarde o más temprano habrá que pasar por caja y cotizar. En general, habrá que pagar lo que corresponda por los ingresos o el consumo que se haya hecho durante el periodo de tiempo que dure el aplazamiento. No habrá que pagar más ni tampoco menos. Sin embargo, en algunos casos, como el de las cotizaciones sociales, habrá que abonarlas aunque no se haya tenido prácticamente actividad. Y lógicamente, los autónomos reclamaron que se suspendan también esos pagos si no se mantiene actividad y no se generan ingresos.

Un segundo grupo de medidas van dirigidas a ayudar a las personas con menos recursos. Entre ellas se incluye la moratoria en el pago de algunas hipotecas o el acceso al cobro del paro en caso de que se reduzca la plantilla por un expediente de regulación temporal de empleo. En este apartado, el Gobierno francés ha ido mucho más allá, suspendiendo la emisión de la factura de agua, gas, electricidad y también de los alquileres. Que el Ejecutivo español no haya incluido la moratoria de los alquileres y sí las hipotecas no es un signo de que se esté preocupando especialmente por las familias más vulnerables, que en general, viven de alquiler.

Sorprende que después de haber puesto los recursos de la sanidad privada a disposición del sector público, el Gobierno no haya fijado también un precio para la electricidad, el gas y otros suministros esenciales. Este clase de medidas aligera de manera importante la carga que supone para las familias el confinamiento, pero tienen un impacto en la economía bastante limitado. Y el impacto en las cuentas de los grandes monopolios energéticos que ganan miles de millones anualmente también sería perfectamente asumible.

El tercer grupo de medidas es al que más relevancia se ha dado y recoge toda una serie de actuaciones destinadas a dar más liquidez al sistema económico. El Ejecutivo de Sánchez, por ejemplo, subrayó que se movilizarán 200.000 millones, alrededor del 20% del PIB, en el mayor esfuerzo que se ha hecho nunca. Pero como bien recordó ayer el exdiputado de la CUP David Fernández el rescate bancario movilizó todavía más recursos, 220.000 millones, sin olvidar que alrededor de una tercera parte todavía no se han recuperado.

En realidad, el esfuerzo gubernamental son 100.000 millones –y no en dinero sino en avales– que pretenden movilizar una cantidad similar de fondos del sector privado. Otro paquete de avales parecido han sido aprobados por el Gobierno de lakua. Los avales son, sobre todo, una medida propagandística que tiene poco recorrido efectivo porque el mundo está inundado de dinero.

Los bancos centrales de todo el mundo llevan desde 2008 emitiendo dinero. Hay tanto dinero en circulación que de la especulación bursátil ha pasado a la inmobiliaria. Los fondos buitres lo están utilizando para la compra de viviendas y su posterior alquiler. Ese repentino interés por alquilar se ha convertido en un fenómeno general que ha provocado que el auge en los precios de los arrendamientos sea común en todos los países del planeta. Liquidez, en realidad, sobra.

Por otra parte, los tipos de interés rondan el 0% desde hace mucho tiempo: nunca ha sido más fácil y barato financiarse. Para qué se emite más dinero si en tiempos de incertidumbre nadie se va a poner a hacer inversiones, a menos que las tuviera previstas desde hace mucho. Esos avales con los que el Ejecutivo garantizará los préstamos solo benefician a los bancos, que con ellos se aseguran de que recuperarán los créditos aunque las empresas se vayan a pique.

Un claro ejemplo de la poca utilidad de esas medidas ha sido el escaso éxito que ha tenido la Reserva Federal de EEUU. Después de bajar los tipos de interés y emitir miles de millones de dólares a principios de mes, el domingo y sin que mediara ninguna reunión o convocatoria, decidió volver a bajar los tipos hasta dejarlos a cero. La respuesta llegó el lunes cuando las bolsas de todo el mundo sufrieron las mayores caídas en mucho tiempo, algunos desplomes incluso batieron récords anteriores. Más liquidez y tipos de interés más bajos ya no provocan ningún efecto positivo en la economía real, y sí algunos negativos, como ha ocurrido con la subida de la renta que pagan los inquilinos.

Seguir abonados a la liquidez es como tratar de reanimar a la economía dándole más aire cuando el Gobierno la está estrangulando con las dos manos para que el coronavirus no se propague. Si afloja en el estrangulamiento, el Covid-19 la destrozará; y si mantiene el ahogamiento, la economía morirá por falta de aire, por mucho oxígeno que tenga a su alrededor en forma de más dinero en circulación.

Es la paradoja del momento actual: hablan de salvar la economía, pero con las drásticas medidas que han tomado todos los ejecutivos para evitar la propagación del virus las están ahogando. De nada sirve seguir emitiendo dinero, ha llegado el momento de pensar otras estrategias.

Estos días se ha discutido mucho sobre el crecimiento exponencial: que si la gente no entiende lo que significa, que si el número de infectados por coronavirus crece de manera exponencial si no se toman medidas… Largo debates, pero lo cierto es que el único crecimiento exponencial que mantenemos a día de hoy es el de los intereses. Aunque sean muy bajos y tardemos más tiempo en darnos cuenta, el interés de cualquier préstamo crece de manera exponencial y el retraso en un pago lleva rápidamente a tal acumulación de deudas que arruina a la persona, empresa o familia endeudada. No hay más que observar cómo crece la deuda en cuanto alguien se retrasa en el pago de una mensualidad.

En buena lógica, si la producción se ha de parar para evitar la expansión del Covid-19, también se podría parar por decreto el inexorable movimiento acumulativo de los intereses. Con la economía en stand by habría que detener también el contador de los intereses. La banca y los que viven de las rentas se verían un poco afectados, pero el alivio general para el resto de trabajadores, autónomos y empresas sería inmediato.

El problema es que deteniendo una vez la marcha de los intereses quedaría claro que no es un mecanismo imprescindible, que no es una ley natural, sino una convención humana que puede ser abolida y eso sí que son palabras mayores. De hecho, en algunos países musulmanes, el cobro de interés está prohibido y no por eso dejan de sacar petróleo de su subsuelo y venderlo a todo el mundo, ni de comprar a crédito, invertir y mantener una actividad económica regular.

De la misma forma que se podría detener por decreto la inexorable acumulación de intereses, tal vez sería el momento de que se cerrara también la bolsa. Con la economía al ralentí no tiene ningún sentido mantener el lamentable espectáculo de un casino abierto en el que los especuladores están haciendo su agosto.

Las epidemias se propagan aprovechando las debilidades. El hecho de que haya que parar la actividad económica y la vida social de medio mundo para detener la pandemia invita a reflexionar sobre la fragilidad del sistema que hemos construido. Una de las debilidades de nuestro modo de vida viene de un desarrollo urbanístico desmesurado que hacina a las personas, especializa el territorio, segrega las actividades y obliga a la gente a moverse constantemente. Un medio así es perfecto para que una epidemia se propague.

Por otro lado, una economía que deslocaliza su tejido productivo y se especializa mucho se vuelve terriblemente vulnerable ante cualquier cambio externo, como muestra la expansión del coronavirus y la repentina escasez de productos de protección e higiene.

Así las cosas, en este momento se debería abandonar el lenguaje bélico –de guerra y enemigos– porque el problema es el sistema que hemos creado y alimentado. Habría que empezar a preocuparse más por la economía del territorio, de los trabajadores, de los autónomos y de las empresas locales –las grandes tienen recursos para sobrevivir y si no las rescata el Estado, como a Alitalia– que son las que nos alimentan y nos proporcionan lo indispensable para la vida. Y a partir de ahí habría que empezar a reflexionar sobre cómo se puede reconstruir el tejido productivo desde la suficiencia, la diversificación de la producción y la proximidad.

El coronavirus ha puesto en evidencia las fallas sistémicas de la globalización. No es el problema, porque si no hacemos nada puede aparecer otro en cualquier momento y causar todavía más estragos. Lo que aprendamos ahora también sirve para la emergencia climática.