La crisis general del coronavirus y la particular de los test de la UPV-EHU son un buen terreno para analizar el devenir del sistema sociopolítico que nos rige. Alguna pregunta nos tendremos que hacer como sociedad, después de que la propuesta de un grupo de investigación de la universidad pública para hacer test masivos a la población a un precio sostenible haya caído en desgracia sin que nadie sea capaz de explicar por qué el Gobierno de Iñigo Urkullu ha bloqueado el proyecto.
Para no alargarme y evitar hacer perder el tiempo a quienes no gustan de digresiones, mi hipótesis es que la inercia burocrática ha prevalecido en esta batalla y ha bloqueado la opción de hacer las cosas de manera diferente. El sistema de departamentos, los desequilibrios de poder establecidos durante décadas de funcionamiento, una cultura democrática de baja calidad y el aceleramiento de las contradicciones del sistema en esta fase han hecho posible que, por el momento, la Administración cape una opción de mejorar las perspectivas de la población vasca ante esta pandemia.
Claro que hay dos hipótesis que no contemplo: la corrupción directa y descarada de la Administración vasca y la negligencia científica de los investigadores de la UPV-EHU.
Porque, en mi opinión, no existe una conspiración ni hay una voluntad sociopática consciente en estas decisiones. Nadie quiere dañar a la población. Hay una forma de entender la Administración y la política que es incompatible con una toma de decisiones más sensata, lógica y beneficiosa para la mayoría de la ciudadanía. Pero el resultado de esta lucha de intereses es que, debido a resistencias del pasado, no se atiende a las necesidades del momento por no beneficiar a otras posibilidades del futuro.
Lógicas de guerra, de gasto y de negocio. Resumiendo mucho, la universidad y el servicio púbico de salud responden a una lógica de bienestar y son considerados gasto. El terreno natural de la universidad pública es la investigación básica, aquella que la contraparte privada no puede pagar por cara y por no tener un retorno económico directo. En este sentido, también es la que básicamente no se puede cobrar. Su papel en el sistema de producción de conocimiento tecnocientífico práctico es muy importante, pero la universidad pública no participa apenas de los beneficios que ese conocimiento genera. En esa casilla quien manda es la denominada iniciativa «público-privada».
En este epígrafe ha ido entrando con calzador y desde comienzos de siglo el sistema público de salud. Los institutos de salud y las fundaciones asociadas a este sistema han sido los principales agentes de este desarrollo economicista. En Nafarroa, por ejemplo, fueron el campo de batalla de la Universidad privada de Navarra para intentar vetar a la Universidad Pública. Esta se rebeló al considerar que el Gobierno de UPN estaba haciendo dejación de su función por ceder el derecho a veto y el poder al entramado sanitario del Opus. En el resto de territorios su desarrollo pivotó sobre la colaboración de diputaciones, Gobierno de Lakua, financiación de ministerios de Madrid y las extintas cajas de ahorro vascas. Luego volveremos a este punto, porque es donde se han extraviado, desde mi punto de vista, las opciones de que el proyecto de la UPV-EHU cambiase las prioridades y el modo de hacer de la Administración vasca.
Históricamente, la universidad y la salud pública son, además, parte del sistema de reproducción del estado de las cosas y dique de contención de cambios políticos radicales. Como toda la lógica del bienestar en el capitalismo desde la II Guerra Mundial hasta aquí, uno de los objetivos del bienestar es contener precisamente el malestar, y evitar así que se planteen alternativas políticas cercanas al socialismo o al comunismo. Junto con eso, el sistema sociopolítico vasco se ha desarrollado fuertemente condicionado por una lógica antiinsurgente. Contra ETA como organización armada, sin duda, pero también contra las ideas de la independencia y el socialismo. Esas dos patas han marcado el paso sociopolítico del autonomismo vasco y conforman los rasgos de nuestra particular y pequeña Guerra Fría. Una guerra que se ha alargado más de la cuenta en todos los sentidos y que sigue modelando parte del imaginario de la clase dirigente vasca, sea en forma de nostalgia o en forma de ventajismo. Pero este es otro tema; interesante, pero otro tema.
Por otro lado, en nuestro sistema, la industria y la producción de bienes, lo que ahora se denomina desarrollo económico, corre en paralelo a los mencionados gastos del bienestar. Su relación histórica ha sido vía impuestos, sobre todo. En las últimas décadas esa relación se ha ido transformando a través de agencias, institutos, fundaciones y otro tipo de entidades parapúblicas, participadas o financiadas. Esto ha supuesto un desplazamiento de bienes, patrimonios y capitales desde lo público a lo privado. La financiación y los recursos han sido públicos, también el riesgo, pero los beneficios han ido a parar masivamente a manos privadas.
La crisis de 2008 fue la traca final. Tras cuarenta años de las lógicas mencionadas, con largas fases de bonanza y profundas crisis socioeconómicas, la tradicional red clientelar vasca se ha transformado y sofisticado. El caso más sangrante es la privatización forzosa de las cajas de ahorro vascas, la pérdida de capital público que supuso y el fiasco de no haber construido ni siquiera una entidad nacional.
Inercia burocrática. En mi opinión, tras contrastar lo que ha sucedido en torno a los test con diferentes personas que conocen el entramado institucional y la forma en la que se toman las decisiones en esta Administración, la causa de que el proyecto de la UPV-EHU haya caído en desgracia es que quebraba la inercia burocrática. Lo que se suele llamar el «business as usual». Frente al poder que tienen en el entramado institucional las entidades parapúblicas asociadas al desarrollo económico y a la innovación, el que tiene la universidad pública es ridículo.
Poner el conjunto de los laboratorios del país al servicio del proyecto de la universidad pública para hacer test masivos destinados a detectar el coronavirus supondría inhibir las opciones de esos laboratorios asociados a fundaciones, empresas y fondos para hacer negocio. Supondría que dejasen de lado su lógica economicista y se pusiesen al servicio de la salud pública sin beneficio posible durante varios meses o, llegado el caso, años. Saltarían así por los aires todas las resistencias del pasado y, además de atender las urgencias del momento histórico, se abriría la opción a tomar otros caminos en el futuro. Y eso genera pánico en el establishment vasco.
Que nadie se equivoque. Aquí no hay emails, no hay reuniones secretas ni intrigas. Y si los hay, creo que no los vamos a ver jamás. Hay una forma establecida de hacer las cosas, unas jerarquías, unas tradiciones, unas relaciones y unas aspiraciones. Hay obsesiones pasadas, presentes y futuras. Y un cuerpo que tiene aprendida esta forma de actuar. Con eso les basta, o les bastaba. Porque, eso sí, es un cuerpo burocrático y una clase dirigente que están preparados para que la cosa fluya, en ningún caso para crisis como la del desastre de Zaldibar, ni qué decir una pandemia global.
El poder del cuerpo burocrático vasco es muy importante. Está constituido por miles de técnicos de grado medio que en general tienen un buen nivel profesional. Son las personas y los equipos que arreglan los problemas e intentan mejorar las soluciones. Pero están comandados por unos centenares de comisarios políticos que responden a criterios de fidelidad al sistema y al estado de las cosas. Son cargos en mucho casos parasitarios, que pasan de unas funciones a otras según transcurren las legislaturas, sin haber tenido una formación que justifique esos cambios. Son una fuente de mediocridad. Burócratas, unos de carrera y otros de libre designación, que limitan las capacidades que tiene la sociedad vasca de desarrollarse en base a los acuerdos sociopolíticos generales que va asumiendo. Consensos que la sitúan a la izquierda del sistema político y sus gestores, con una cultura democrática más rica y plural que lo que refleja la inmensa red clientelar vasca. Esa guerra fría a escala ha dominado el sistema y la institucionalización, pero no ha logrado subyugar a una parte importante de la sociedad vasca.
La inercia burocrática y esa red clientelar han destinado todas sus energías de estos últimos años a hipotecar al país. A establecer condicionantes de futuro, pero sobre todo imposibilidades para las siguientes generaciones, pagos eternos que obliguen a hacer las cosas de la manera que les beneficia a ellos. A cualquier coste, con una mezcla muy vasca de obstinación, querer imponerse y sobre todo desear que el otro se joda. Quieren blindar que hasta el bienestar les rente y, en todo caso, no compartir beneficios.
Pero en eso llegó el coronavirus y rompió todos los esquemas. Y en eso llegó un grupo de investigadores de la Universidad Pública Vasca y, tomando como lema «Auzolan», desarrolló un plan para hacer test masivos a precios razonables. Para hacer aquello que demandan todas las instituciones mundiales de la salud, lo que ha funcionado en los lugares donde han domado, hasta donde es posible, las consecuencias del virus. El sistema se ha resistido, ha hecho de esta iniciativa un problema. Ha hecho el ridículo, pero a fuerza de ponerse rojos y hacer como si nada, quizás haya conseguido frenar este plan contra el coronavirus y ahogar ese otro posible futuro. Cobre quien cobre por todo esto, sea en nómina de la Administración o sea en acciones, el precio es demasiado caro para la sociedad vasca. Y de no revertirlo, lo pagaremos durante mucho tiempo.
Cuidado, doy por hecho que la alternativa tampoco es sencilla. La complejidad de esta situación arrasaría con cualquier Administración y Gobierno. Pero la sociedad vasca no puede ceder y dejar de pensar que lo puede hacer mejor. Pero no mejor que los españoles o los franceses, sino lo mejor que lo puede hacer por sí misma. Este proyecto de investigadores de la UPV-EHU abría esa ventana, y creo que hay que luchar para mantenerla abierta.