Daniel GALVALIZI

Sanitarios en la pandemia, montaña rusa emocional bajo brutal presión

IFEMA ACABA DE VACIARSE, PERO LA HUELLA QUEDA AHÍ. DOS SANITARIOS DE MADRID Y UNA DE BARCELONA HAN ABIERTO SU CORAZÓN A GARA PARA CONTAR SU EXPERIENCIA PERSONAL EN LOS PEORES DÍAS DE LA PANDEMIA.

Hay más de 41.000 sanitarios contagiados por Covid-19 en todo el Estado español, uno de cada cinco del total, el doble que en Italia y casi el triple que en Estados Unidos y China. El Ministerio de Sanidad todavía no brinda cifras de muertes pero la Organización Médica Colegial ha contabilizado 40 fallecimientos de médicos, sin incluir enfermeras ni auxiliares. No por nada la Sociedad Española de Psiquiatría publicó un documento que advertía por la salud mental del personal sanitario. A través de tres historias, conocemos cómo fue la experiencia de un auxiliar de UVI móvil, una enfermera y una pediatra en los peores días de la epidemia.

Miki –como le dicen todos desde que nació hace 56 años, aunque en su DNI pone Javier – trabaja hace 35 años de auxiliar en una UVI móvil. Reside en el norte de la ciudad de Madrid pero trabaja en la región de El Molar, en Guadarrama. Además de conducir la ambulancia a turnos, asiste a la enfermera y al médico. En febrero ya presentía que el coronavirus iba a ser algo muy gordo porque sus jefes le hacían hincapié en cursos de EPI y empezaba a haber muchas neumonías.

«En marzo llegó un momento en que todos los casos eran por coronavirus. Durante el pico tuve que hacer turnos extras para suplir a los colegas contagiados y me impactaba ver tanta gente mayor en estado crítico», recuerda. Suele tener de media cinco avisos durante el turno de 24 horas. En los peores días de la epidemia rondaron los 12.

Miki tuvo «la suerte» de trabajar con médicos que nunca dejaron pacientes en su domicilio cuando la orden que bajaba de las autoridades sanitarias era no ingresar menores de 70 ó 60: «La decisión corresponde siempre al médico. A algunos les da igual y aunque no haya respirador ni camas se llevan a los pacientes para no dejarlos morir. Una madrugada nos llevamos intubado a un hombre y estuvimos dándole oxígeno en la ambulancia esperando que apareciera una cama disponible. La médica me miró y me dijo ‘no puedo dejarlo morir’».

Preguntado por el momento más difícil de esos días de marzo –luego dio positivo y estuvo tres semanas de baja–, cita el caso de un hombre de 75 años que ya llevaba 15 minutos sin respirar. La escena refleja el drama invisible: «El señor estaba con su mujer en casa, no lo pudimos revivir. Llamamos a la Policía por protocolo, suelen presentarse hasta que venga la funeraria, pero en esta situación no vino porque no tenían EPI. Para empeorarlo todo, la funeraria tenía una demora de nueve horas. Tuvimos que dejar sola a la mujer con el marido fallecido en casa a la noche, en shock; intentaba llamar al hijo y no lo encontraba. Lo que vi fue dantesco».

Miki asegura que en las UVI móviles están «acostumbrados a situaciones muy dramáticas» pero siempre acaban los turnos yendo a tomar un trago: «Esos días fueron diferentes, nadie tenía ganas de reírse ni bromear», recuerda. Lo que sí mira en retrospectiva con alegría es el «muy buen compañerismo» que encontró, pese a un contexto adverso también por la sanidad pública madrileña: «Se notan mucho los recortes. Hay hospitales que los fines de semana no tienen ni cardiólogo ni neurólogo. La pandemia nos ha pillado en bragas».

En lo personal, a este padre de cuatro hijos –a tres que no viven con él no los ve hace dos meses– la crisis le ha hecho «aprender a valorar la libertad» y entender lo vulnerables que somos.

Laura:&punctSpace;«Yo quería ir a Ifema»

«Tenía pensado presentarme a ayudar si no me llamaban, quería ir a Ifema porque era el sitio donde más se podía colaborar y era un momento histórico», comenta Laura, enfermera de 41 años, residente en Valdemoro, entre Madrid y Toledo. Fue convocada por Sanidad para trabajar en el pabellón 9 y recuerda que la noche anterior no durmió por temor a lo que hallaría.

Los peores días fueron los primeros. Era pleno pico e Ifema no acababa de ordenarse, con demoras para recibir el traje especial y los elementos, algo que luego fue subsanándose. Estaba establecido un descanso cada cuatro horas para quitarse el traje, la bata impermeable, el gorro, las dos mascarillas, el gorro y los tres pares de guantes.

Acompañada por otros 200 sanitarios en su pabellón, pide reivindicar la organización que tuvo el enorme predio del noreste madrileño, con supervisores que trabajaban a sol y sombra para abastecer los pedidos, además de contar con alimentación gratuita y hasta biblioteca.

«El primer día fue el peor, cuando de repente tuvimos 30 ingresos por Covid al mismo tiempo. Fue un caos y agobio, sumado al calor del traje con el que trabajábamos. Un día me olvidé una chocolatina en un bolsillo y salió líquida. Algunos compañeros tenían hematomas en la cara por las pantallas faciales», relata.

El mayor reto anímico fue cuando le informaron que el límite de edad para salvar (el criterio para permitir el ingreso de pacientes) bajaba a 60 años. «Pasó de 80 a 70 y en el peor momento a 60. Y mis padres tienen 70... Ahí pensé ‘Dios mío, en la que estamos metidos’. He visto médicos volver llorando cuando les decían a los pacientes que se tenían que quedar en la casa por falta de sitio. Nadie nos enseña qué decir a esos hijos que perdieron a su padre y no se han podido despedir».

Los amigos de Laura en otros hospitales le cuentan que «ya casi no hay ingresos por Covid» y que se empiezan «a preocupar por la cantidad de suicidios y de ingresos por agresiones domésticas». Ella teme por la salud emocional de sus compañeros: «Van a salir fatal, mucha gente necesitará tratamiento psicológico, hay muchos que han tenido que ver morir a sus familiares. No estábamos preparados».

Liliana, «en el caos, el amor»

«Me paso ahora el tiempo atada al teléfono y es raro porque no veo al paciente. Hay que confiar mucho en lo que dicen los padres de los nenes. En algunos casos me quedo tranquila y y en otros no tanto», señala Liliana, 39 años pediatra en un centro básico de Montcada i Reixac, a 11 kilómetros de Barcelona. Nacida en la Patagonia argentina, vive en el Born hace cuatro años.

Ella atendió al primer niño con coronavirus de su ciudad. «Los menores no suelen tener síntomas y se les suele manifestar con diarrea, algún caso tal vez con fiebre», explica. Recuerda que a comienzos de marzo «todos los días llegaba una directiva nueva, había mucha incertidumbre. Los padres empezaron a estar muy nerviosos».

A menudo Liliana debe sumar además la dificultad del idioma y las restricciones del patriarcado: «La mayoría de las familias que atiendo son marroquíes, pakistaníes e indias y la comunicación telefónica es más difícil porque muchos no hablan castellano ni catalán. Los hombres intentan inglés a veces. Las madres, solo árabe o urdú».

«Cuando vi que en Argentina también empezaba la pandemia me angustié porque veía como aquí se desmadraba la situación y mis padres viven allí y son mayores», añade Liliana. Su situación ha tenido luego una particularidad: a fines de febrero conoció a un joven y tuvieron su primera cita el 5 de marzo. Luego otra más hasta que llegó el estado de alarma. «Apenas conocernos tuvimos que decidir si pasábamos la cuarentena juntos y el instinto me dijo que sí y me mudé con él. Me hace pensar que soy una persona con buena suerte porque si esto lo hubiera atravesado sola en mi pequeño piso hubiera sido mucho peor. En medio del caos puede nacer el amor, aunque parezca mentira. Fue un rayo de luz en pleno desastre», recalca.