Llevaba intentando ser presidente desde hace más de tres décadas y finalmentente Joe Biden ha convertido su sueño en realidad. Será el presidente número 46 de EEUU, el más viejo de la historia, la culminación de una carrera política que comenzó cuando Richard Nixon estaba en la Casa Blanca y EEUU enviaba hombres a la luna. En un momento de extraordinaria tensión y tragedia, EEUU ha elegido a un hombre atormentado por el dolor, con una capacidad aparentemente ilimitada de resistencia. Con una carrera política y unos altibajos en la vida extraordinarios, las lecciones de esas experiencias lo han convertido en el hombre adecuado para este momento concreto.
Barack Obama, su gran valedor, lo presentó en la campaña como el «niño desaliñado de Scranton» y confesó haber llegado a «admirarlo como un hombre que trata a todos con dignidad y respeto», viviendo de acuerdo con las palabras que le enseñaron sus padres: «Nadie es mejor que tú, Joe, pero no eres mejor que nadie».
Biden, con medio siglo de cargos públicos a sus espaldas, ni por historial ni por carácter tiene nada reseñable que sugiera que vaya a ser un presidente sólido y capaz. No parece un presidente del que se podrían esperar cambios notables, si no fuera porque su antecesor ha sido Donald Trump. Él mismo se ha definido como un «presidente de transición» y es difícil imaginárselo presentándose a la reelección a los 82 años.
Es un ferviente creyente de las virtudes del bipartidismo, la mayor parte su vida ha sido un insider del sistema de partidos, con estrechos contactos en los ámbitos de poder, con buenas relaciones con los líderes republicanos. Tiene experiencia, conoce los desafíos de gobernar. Biden se ha mantenido firme en sus posiciones moderadas frente a las estrellas emergentes del ala izquierda del Partido Demócrata y en su llamamiento a trabajar con los republicanos, a superar las trincheras partidistas.
La tragedia ha perseguido a la familia Biden. Su primera mujer y su hija pequeña de un año murieron en un accidente de coche que dejó gravemente heridos a sus dos hijos. Años después, el mayor moría con un agresivo cáncer cerebral. Según la narrativa de su vida, eso le hace entender mejor el dolor ajeno y refuerza su imagen de persona entrañable y con empatía, algo que juega a su favor. Una imagen de cierta decencia, llena de humanidad, que adquiere todo su valor en contraposición a Trump. Una historia trágica que lo ha proyectado como una buena persona, un «buen hombre de familia» de clase media que puede ser sanador en un momento muy grave para EEUU.
Biden es una persona experimentada, equilibrada y sensata, con un estilo sin teatralidad, sin insultos ni menosprecios. La suya no será una política de tierra quemada. Su promesa es dejar atrás una especie de Edad Media que identifica con la presidencia de Trump. Promete curar las heridas de la nación, hablar y acordar con los republicanos, devolver la luz al país tras una «época de oscuridad», hacer que prevalezca la esperanza sobre el miedo, los hechos sobre la ficción y la justicia sobre el privilegio.
Su carrera política está plagada de errores verbales. Algunas de sus meteduras de pata son legendarias, su colección de pifias es enorme. Por momentos da la impresión de estar gafado.
Pero a pesar de su reputación de ser una «máquina de errores», Biden también puede ser increíblemente disciplinado. Cuando era niño, recitaba poesía frente al espejo durante horas para superar un tartamudeo que todavía marca su discurso. Nunca ha tomado una copa en su vida, y cita antecedentes familiares de alcoholismo.
Se le ha acusado de tener una «tendencia a invadir el espacio personal de las mujeres» y hay un montón de imágenes incómodas que lo demuestran. Sus amigos y seguidores dicen que su tacto surge de su calidez y empatía. Pero durante la campaña se vio obligado a admitir que su comportamiento ya no era apropiado. En una declaración en vídeo, dijo a los votantes: «Lo entiendo, los límites del espacio personal han cambiado». Kamala Harris –su primera y acertada decisión ha sido la de elegir a esta hija de inmigrantes (padre jamaicano y madre tamil) para ser la primera mujer y la primera afroamericana en llegar a ser vicepresidente de EEUU– criticó en las primarias su apoyo a los segregacionistas cuando Biden empezaba su carrera. Redactó el proyecto de «ley contra el crimen» de 1994 que condujo a encarcelamientos masivos, largas sentencias de cárcel y la construcción de más y más cárceles. También calificó su apoyo a la guerra de Irak como un «error». Todo esto lo ha perseguido en su carrera política.
Biden puede ser torpe con las palabras y al mismo tiempo ser un consumado polemista. Sus pifias o «bidenismos» son legendarios y ha aparecido en ocasiones decididamente fuera de sí. Lo que no está claro es si todo esto lo ha debilitado entre los votantes, seguramente no.
Se describe a sí mismo como «el anti-Trump»: frente a la división, proclama la unidad; frente al aislacionismo, forjar alianzas; frente a quienes ignoran la ciencia, él será guiado por expertos. En torno a esa promesa ha organizado una alianza de votantes progresistas, republicanos de toda la vida, afroamericanos, jóvenes y veteranos.
Cuando entre en la Despacho Oval en enero, Biden ya habrá cumplido su promesa de campaña número uno: derrocar a Trump. Pero quizá resulte la parte más fácil. Le será mucho más difícil impulsar iniciativas progresistas de gran calado para abordar las crisis de salud, económica y social que aquejan a EEUU. La alianza amplia e ideológicamente diversa que se ha unido para apoyarlo podría fracturarse rápidamente. Ese será una de las pruebas más inmediata para ver si su contrastada experiencia y su voluntad de comprometerse con los republicanos responde al desafío, en un país más polarizado que en la era Trump, casi partido en dos.