Filippo Rossi

La vuelta talibán revive el miedo hazara en Bamiyan

Protagonistas de masacres y de la destrucción de los budas hace 20 años, los talibanes vuelven a controlar el valle de Bamiyan, mayoritariamente hazara. La gente del valle huyó a las montañas y muchos se acuerdan de las masacres que sufrieron. No se fían.

Talibanes patrullan en picks-ups por Bamiyan. (AFP)
Talibanes patrullan en picks-ups por Bamiyan. (AFP)

Un grupo de muyahidines talibanes se acerca a Samsal. Miran a todos lados, sacan fotos. Son jóvenes, no saben bien dónde están. Samsal otea en silencio, desfigurado, el magnífico valle verde de Bamiyan. Es el Buda más grande, el varón. Junto con la mujer Shamama –algunos centenares de metros más allá– ambas estatuas fueron destruidas en marzo de 2001 por los talibanes, que obligaron a la población local (mayoritariamente de etnia Hazara) a detonar el botón de los explosivos.

Durante los últimos 20 años, la comunidad internacional invirtió millones de dólares para reconstruirlos, pero las piedras destruidas aún yacen en unas casitas de madera a los pies de los budas. Es la herencia que dejaron los talibanes de su primer emirato islámico en la región central, rural y encajada en el Hindu Kush. Una región muy pobre, pacífica y de una belleza extraordinaria.

Los hazaras, masacrados

Para la población local hazara, grupo étnico perseguido durante siglos por sus orígenes y su profesión religiosa chií –aunque no siempre fueron víctimas–, aquel emirato fue una pesadilla. Cuando los talibanes rodeaban la ciudad norteña de Mazar-i-Sharif, Hizb-e-Wahdat, un grupo de muyahidines hazara creado durante la guerra civil que siguió a la retirada de los soviéticos en 1989, intentó defender el valle y las regiones hazaras centrales. El grupo estuvo liderado hasta 1995 por Shahid Ali Mazari, un señor de la guerra muy cruel. Cuando los talibanes tomaron el poder en 1996, y entraron en Bamiyan, empezaron a masacrar a los civiles como venganza.

Y los civiles no lo han olvidado. Dos días después, los talibanes volvieron a conquistar Bamiyan unos días antes de entrar en la capital, Kabul. La reacción de la gente fue el pánico y el caos. Muchos huyeron a los valles remotos de la región, a lugares de difícil acceso. La ciudad se vació en pocos días. «Cuando los talibanes llegaron, llevé a toda mi familia a un pueblo en las montañas. Hemos vuelto hace unos días», comenta Navid, campesino de 22 años. Habla mientras cultiva patatas en un campo frente al muro de rocas ocres y los gálibos de los budas destruidos. Un paraíso. Es la temporada de las patatas. Se guardarán para el duro invierno que llegará pronto. Entre los hombres, que roturan el campo con un arado remolcado por vacas, hay también muchas mujeres. «Volvieron después de nosotros. Estaban todas escondidas», señala.

Un patatal, frente a la montaña que albergaba los destruidos Budas. (AFP)

La gente empezó a volver algunas semanas después de la llegada del nuevo régimen, cuando supo que la seguridad había mejorado. En estos 20 años, desde el principio de la ocupación estadounidense y aliada, Bamiyan floreció, volviéndose quizás el lugar mas tranquilo del país y desarrollando también un incipiente turismo.

Aunque en la ciudad las cosas parezcan seguir su curso normal y se vean pocos talibanes en las calles –aparte de algunos 4x4 que circulan desafiantes con las banderas blancas– Bamiyan parece perdida. Las fotos del señor de la guerra Shahid Ali Mazari, héroe de los hazaras, han sido rasgadas, su estatua destruida. Es la guerra. En la ciudad nueva, Shahr-e-Naw, todo es desierto. Solo el mercado parece tener un poco de vida. «Mandé a mi familia a Kabul», asegura un hombre que no quiere identificarse. No se fía. «No tenemos otra opción. No podemos resistir. Tenemos que confiar en que no pase nada», continúa, mientras reconoce que hasta ahora ha habido pocos abusos. Suficientes para asustar la gente.

Aunque en torno a los Budas se ve a decenas de turistas afganos que visitan un lugar antes inaccesible por carretera –solo está a tres horas de Kabul–, la gente no consigue olvidar y borrar el miedo. Sobre todo aquellas familias que perdieron a los suyos. Son ellos los que más sufren: los testigos de los que pasó en 1998. Una memoria indeleble. En 1998, en el pueblo de Sar Asiap, alrededor del aeropuerto de Bamiyan, cerca de 70 personas hazaras fueron masacradas. Según algunos, fue una venganza talibán por un ataque del grupo Hizb-e-Wahdat. Para otros, fue solo una excusa para matar a gente. «Me acuerdo de que conseguí huir a las montañas en el último momento. Mi hermano, que tenía entonces 17 años, fue detenido y le mataron mientras intentaba escapar. Mi padre ni siquiera consiguió salir de casa», lamenta Mirsa Hussein, de 56 años.

«Tenemos miedo de que pueda repetirse». Su caso es igual a otros muchos. Tuvo que enterrar a su familia cuando volvió al pueblo semanas después, en un cementerio lejano. «Aquí hay muchas familias que sufrieron el mismo destino», coincide Ali, un chico que perdió a su padre y a dos tíos aquellos días. Fueron encontrados en el exterior de su casa con una bala en la cabeza. «Escapé a las montañas sin zapatos y en medio del frío y de la nieve. Cuando volví al pueblo, después de refugiarme en las montañas, los enterré yo mismo», cuenta. «Había que sobrevivir», concluye con lágrimas en los ojos. Se agacha frente a las tumbas de su familia. Los muertos miran hacia el valle verde. Lejos se ven los Budas. Es un espectáculo horrible y increíble al mismo tiempo.

«Si nadie nos ayuda, corremos el riesgo de sufrir el mismo destino de nuestros familiares», asegura en un buen inglés un chico de una familia que perdió a siete miembros. Él era entonces un niño de cinco años. No se acuerda de mucho, pero sí que fueron masacrados en la puerta de su casa. Las tumbas están allí, como una tortura que recuerda todos los días lo que pasó.

Ejecutados en fila de mayor a menor

Las tumbas están ordenadas desde el más viejo al más joven. Fueron ejecutados en fila. Uno después de otro. Las mujeres tuvieron que mirar. Entre ellas, Rahima, de 53 años, una madre que perdió a tres hijos, una mujer que perdió a un esposo y una abuela que perdió a dos nietos. Se sienta en el suelo con dificultad. A su lado, otra mujer. «Cuando llegaron a casa y sacaron a los hombres, salí con el Corán en las manos para pedirles que no les mataran. Me lo arrebataron y me echaron al suelo», rememora Rahima, tranquila y con mucha fuerza en los ojos: «Mi marido dijo que le mataran primero porque no quería ver cómo mataban a sus hijos. Así lo hicieron». En total, según Rahima, diez personas fueron masacradas, siete de la misma familia y tres personas que estaban de visita: «Rociaron la casa con gasolina y la quemaron». «Nos fuimos y no volvimos en 40 días», recuerda Said Mohammad Sadiq, sentado a su lado: «Volvimos cuando el nuevo líder de Hizb-e-Wahdat, Khalili, estuvo en el valle unos días. Pudimos enterrarlos, pero ya se estaban pudriendo y no había nadie que nos pudiera ayudar a llevarlos al cementerio, por lo que decidimos enterrarlos aquí».

Rahima sale de casa. Reza ante las tumbas antes de nombrar a cada uno de ellos.

Solo uno sobrevivió: Said Mohammad Hussein. Hoy anciano, se agita cuando recuerda todo aquello y muestra con los dedos el lugar exacto donde ocurrió. Donde hoy yacen las tumbas: «Estaba en casa como huésped. Tocaron, entraron y nos obligaron a todos a levantarnos. Todos los hombres, menos yo, tenían una pañuelo encima del hombro. Eso sirvió a los talibanes como esposas. Como yo no tenía, no me ataron. Cuando estábamos en fila, mataron al primero, al segundo, al tercero. Yo no estaba en la fila. Era el único que podía hacer algo porque no tenía esposas. Cuando mataron al cuarto, antes de que me tocara a mí, empecé a correr para huir. Me dispararon, pero las balas no me tocaron».

En la parte trasera de la casa nos enseña por dónde huyó: «Bajé a un valle pequeño. Algunas mujeres que me vieron me escondieron en su tandoor (el horno tradicional). Me quedé desde las 9 de la mañana hasta la 10 de la noche. Cuando salí, ya no me buscaban. Me fui a la montaña y de allí hasta Ghazni. Volví aquí después de la llegada de los americanos». «Vivimos con miedo todo el día y toda la noche y ahora es lo mismo», añade Rahima. «Volví hace una semana», comenta Said Mohammad Hussein. «Dijeron que no iban a hacer daño a nadie. Pero yo no me lo creo. Tampoco podemos seguir viviendo en las montañas, no hay nada, no hay comida. ¿Que vamos a hacer?», pregunta.

Niños hazaras juegan con sus bicicletas en las clases. Todo parece tranquilo por ahora. Pero el miedo a los nuevos-viejos dueños del valle va por dentro. En la memoria.