Ibai Gandiaga
Arquitecto

Correr por el tejado

En estas páginas el que suscribe intenta transmitir lo que le enseñaron: la arquitectura es un medio poderoso para cambiar las cosas. Las arquitecturas más interesantes, aquellas con profundo calado social, son las que plantean cambios en la sociedad, o bien los acompañan. Siendo eso así, releer la historia reciente desde el prisma de la educación pasa, indefectiblemente, por hablar de los edificios donde son educadas las generaciones venideras. Esa historia podría traducirse en la búsqueda de la manera de convertir en autónomo a los estudiantes, haciendo que las paredes de la educación tradicional desaparezcan. El edificio que se trae hoy a colación lleva esa metáfora a su máxima expresión.

Aunque nos podríamos remontar siglos en el tiempo, el cambio en el modelo educativo que nos preocupa en nuestro día a día surge durante la Revolución Industrial. Cuando la población comenzó a llenar las ciudades, y se crearon nuevas clases sociales urbanas, se juntaron dos circunstancias; por un lado, el cambio hacia una visión más humana de la sociedad, tímido pero inexorable, promovía la necesidad de educar a los niños y niñas. Por otro lado, el hacinamiento urbano supuso la proliferación de enfermedades, y en especial la tuberculosis infantil.

Precisamente en 1904 se celebraba en Alemania un Congreso Internacional sobre higiene escolar, en el que se establecía que la luz natural, los grandes paños de vidrio, la ventilación cruzada, el uso de las cubiertas planas y el contacto con los espacios abiertos debían de ser la piedra angular de las escuelas del nuevo siglo.

El Movimiento Moderno abrazó amorosamente esas premisas; Richard Neutra o Aldo van Eyck plantearon que las escuelas debían de ser estructuras muy flexibles, capaces de adaptarse a los distintos ritmos y escalas de la infancia, llenas de luz y contacto con la naturaleza. Todo esto encajaba muy bien con distintas teorías que iban poniendo en crisis la escuela tradicional, con voces como María Montessori, Rudolph Steiner o Paolo Freire como pensadores.

Casi 100 años más tarde, se tiene la sensación que las escuelas de hoy en día siguen ancladas en conceptos espaciales de hace dos siglos, con notables excepciones. Una de estas excepciones es la escuela infantil de Fuji, en Tokio, obra del matrimonio de arquitectos Yui y Takahara Tezuka. La escuela, a la cual enviaron a su propio hijo, se convirtió en el momento de su aparición en 2007 en un clásico instantáneo.

La idea de la cual parten los Tezuka es sencilla y poderosa. El edificio se creará como una gran cubierta, circular, sin fachadas o paños ciegos. Viendo el patio interior, no sabríamos decir dónde comienza el aula y dónde el patio. Finalmente, la cubierta se usa como superficie de juego, de brinco, de salto, cubierta con tarima de madera y albergando tres árboles zelkova que se convierten en protagonistas y actores del juego.

La cubierta se convierte en el verdadero patio de la escuela; es impresionante ver cómo se mueven los críos, arriba y abajo, a través de la cubierta. Takahara cuenta que su propio hijo hacía, de media, 6 kilómetros entre subir y bajar, jugar y correr por el tejado, cuando todavía iba a esa escuela. El matrimonio, interesado en medir el funcionamiento de su edificio, llegó incluso a registrar los movimientos de su hijo en la cubierta del edificio, creando un plano que mostraba cómo el niño giraba continuamente alrededor del gran vacío, e interactuaba con los lucernarios y elementos que en la cubierta existían.

El edificio entero es el aula. En pedagogía, las corrientes humanistas promovieron un cambio desde un modelo unidireccional, en el que el profesor vertía sobre el alumno lo que sabía, pero no se esperaba que se devolviera o discutiera el conocimiento, hacia un modelo en el que maestro y alumno fueran sujetos activos de la educación. Los métodos Montessori o Waldorf plantean que, después de la familia y los profesores, el espacio es el tercer educador, y pueden contribuir a mejorar la autonomía de los estudiantes, dando espacios amplios, flexibles, ordenados y la escala de los pequeños.

Precisamente la guardería de Fuji es un ejemplo de estas últimas características: la altura libre de las aulas es la mínima, 210 centímetros, lo que permite ver a los pequeños en la cubierta desde el patio. No existen divisiones interiores, y son unos cubos de madera paulownia, apilables y suficientemente ligeros como para que los propios estudiantes los muevan, los que permiten delimitar las aulas. En cualquier caso, la idea que subyace es que el edificio entero es el aula, y que no hay división entre el dentro y el afuera; el edificio está diseñado para que aquel que lo use pueda trepar, correr, mojarse, tropezarse y aprender de los propios errores.