David Meseguer

Campos yermos, zona cero del cambio climático

Agricultores y ganaderos hacen frente a la extrema sequía y a la falta de infraestructuras para el riego en zonas agrícolas de Bagdad y Kirkuk. Así es el día a día en las áreas rurales del quinto país del mundo más afectado por el cambio climático, según la ONU.

Nour al-Bandar, en uno de los terrenos baldíos de Yusufiya ocupados por hierbajos debido a la escasez de agua.
Nour al-Bandar, en uno de los terrenos baldíos de Yusufiya ocupados por hierbajos debido a la escasez de agua. (David MESEGUER)

En un pasado no tan lejano, en los campos de Yusufiya las extensiones de palmeras datileras lindaban con huertos en los que se cultivaba todo tipo de hortalizas. Las numerosas hectáreas dedicadas a berenjenas, patatas, tomates o bamie –una verdura de origen etíope muy presente en Oriente Medio– hacían de esta población situada 35 kilómetros al sur de Bagdad y ubicada entre el Éufrates y el Tigris, la cesta de alimentos de la capital. Ahora, la escasez de agua ha reducido aquellos cultivos a terrenos baldíos ocupados por hierbajos. Sólo las palmeras y algún que otro árbol frutal resisten en esta zona de la antigua Mesopotamia.

«Estas tierras llevan tres años sin cultivarse. La falta de infraestructuras para el riego, la ausencia de lluvias y la elevada concentración de sal en el agua de los pozos, están acabando con la agricultura en esta zona», explica a NAIZ Nour al-Bandar desde el porche de su casa en la periferia de Yusufiya. Vestido con una camiseta de camuflaje, vaqueros negros y sandalias, este fortachón de 36 años admite que está intentando colocarse en algún puesto del Estado porque del campo ya no se puede vivir. Según cuenta, durante décadas sus antepasados se ganaron muy bien la vida cultivando los 28 dónems –medida de superficie de origen otomano que en Irak equivale a la cuarta parte de una hectárea– que poseen. 

En una región en la que se estima que el 80% de la población vivía de la agricultura, el colapso de la actividad agrícola a causa de la escasez de agua y la nula rentabilidad de las cosechas está forzando a muchas familias al éxodo rural hacia Bagdad o a buscar empleos alternativos, con especial predilección por el funcionariado debido a la seguridad económica que conlleva.  

Es el caso de Bashir Harach, vecino de Nour y miembro de una estirpe que hizo fortuna gracias a los réditos que obtenían de la agricultura. Ahora, a sus 46 años, la actividad agrícola supone sólo un pequeño complemento a su sueldo como maestro en una escuela de primaria y a la dirección de un centro de alfabetización vinculado a la ONU.

Cavar un pozo junto al Éufrates

«Hace cinco años plantamos 2.000 higueras. Es un árbol que aguanta la sequía y el agua con elevada concentración de sal. Además, no da mucho trabajo», indica Harach mientras recorre las hileras de su plantación cuyos higos fueron recolectados hace pocas semanas enfundado en una túnica gris. Un cultivo sin arar y repleto de hierbajos que convive con decenas de palmeras productoras de dátiles. «Ha sido una buena temporada y el kilo de higos se ha vendido a 1.500 dinares (90 céntimos de euro)», señala este hombre de prominente bigote.

La sustitución de los cultivos de regadío por árboles frutales resistentes a la sequía es una opción que solo algunos agricultores como Harach se han podido permitir. Muchos otros se han visto forzados a dejar sus campos yermos. Según el también maestro de Primaria, el abandono de este estilo de vida por parte de miles de familias iraquíes se debe a la conjunción de una serie de factores. «Tras la invasión norteamericana de 2003, el Estado iraquí comenzó a importar muchos productos agrícolas del exterior a precios muy bajos y esto provocó la ruina de muchos campesinos locales que no podían competir», recuerda.

Harach también atribuye la desaparición de la agricultura a la mala planificación del Estado y a la falta de subsidios públicos. «Aquí las semillas suelen ser de mala calidad. En alguna ocasión, el Gobierno nos ha dado semillas buenas, pero cuando no era la temporada para plantar el cultivo en cuestión», ejemplifica el agricultor con un tono de voz a medio camino entre el enfado y la incredulidad. «El Estado dijo que iba a proporcionar maquinaria a los campesinos y lo que al final pasó es que ésta se vendió en el mercado comercial por el doble del precio», denuncia Harach para añadir después que muchos agricultores han quebrado al no poder hacer frente a los elevados costes de producción que suponen la maquinaria, las semillas y los fertilizantes.

Más allá de la mala gestión administrativa, Al-Bandar y Harach coinciden en afirmar que la escasez de agua provocada por la extrema sequía y la falta de infraestructuras para el riego, suponen el principal escollo para la agricultura. Una escasez de lluvia que algunos albaricoqueros plantados por Harach junto a las higueras no pudieron resistir. «La última vez que llovió fue hace nueve meses. Por muy fértiles que sean estas tierras es imposible cultivarlas sin agua», destaca Al-Bandar mientras toquetea las ramas de un albaricoque totalmente seco.

Un problema de suministro de agua que resulta totalmente increíble teniendo en cuenta que Yusufiya tiene río propio y se encuentra a tan sólo 11 kilómetros del Éufrates. «Las infraestructuras para hacer llegar el agua del Éufrates están en malas condiciones o son inexistentes. Además, tiene altos niveles de contaminación. Por eso, muchos agricultores apostaron por cavar sus propios pozos. La sorpresa llegó cuando nos dimos cuenta de que el agua tenía mucha concentración de sal y mataba nuestros cultivos», detalla Nour al-Bandar quien en su finca tiene una poza de 14 metros de profundidad.

En Karawkut, 350 kilómetros al norte de Bagdad, la situación no es mucho más halagüeña. La prolongada ausencia de precipitaciones en esta pequeña aldea de mayoría kurda de la provincia de Kirkuk echó al traste la última cosecha de trigo. «Este año hemos vuelto a plantar trigo y, en función de lo que decida Alá, veremos qué pasa. Dependemos totalmente de la lluvia porque no tenemos ningún sistema de riego», explica Soran Locman, un agricultor de 32 años que acaba de sembrar el cereal con su tractor.

El campesino kurdo señala que la imposibilidad de recolectar el trigo le supuso unas pérdidas de 20.000 dólares. «Si la cosecha de este año también va mal, tendremos que vender alguna propiedad. El coche, por ejemplo, para poder comprar semillas y plantarlas», indica Locman, quien el pasado verano dejó que el ganado pastase por su campo y se comiese el trigo a medio crecer por la extrema sequía. «La última cosecha fue en 2019 y fue decente. La proporción entre una tonelada plantada y el grano cosechado fue de 1 a 10. Económicamente salió rentable. Si no hay sequía, no hay problema», comenta.

Según un informe de la oficina de Medio Ambiente de la ONU, «Irak está clasificado como el quinto país más vulnerable del mundo a la disminución de la disponibilidad de agua y alimentos y a las temperaturas extremas». Una situación crítica a la que están expuestas «12 millones de personas entre Siria e Irak», según alertaron en agosto 13 organizaciones de ayuda humanitaria.

A diez minutos en 4x4 del campo de cereal de Locman, Omar Ali dibuja con un palo sobre la tierra la disposición de los cultivos que antes los habitantes de Karawkut tenían junto a un arroyo hasta que este se secó hace tres años. En cuclillas, cuenta cómo él y sus vecinos solían cultivar sandías, tomates o pepinos con el agua que salía de un manantial cercano y que canalizaban con una manguera para llevarla a los huertos. «El arroyo tenía metro y medio de ancho y 30 centímetros de profundidad e iba hasta Kirkuk. Ahora, está completamente seco», indica para concluir la explicación sobre el dibujo y acto seguido ponerse en pie.

Enfundado en un tradicional traje kurdo de color gris oscuro, a sus 54 años Ali recuerda como la campaña de Anfal llevada a cabo por el régimen de Saddam Hussein a finales de los 80 durante la guerra contra Irán –se estima que mataron a 50.000 kurdos– y, más recientemente la sequía, han diezmado notablemente la población de Karawkut. «En 1988, los ataques del Ejército iraquí nos obligaron a abandonar nuestro pueblo. Solo algunos aldeanos regresamos en 1991 tras la primera guerra del Golfo ya muchos se quedaron en las ciudades», rememora mientras camina por el lecho seco del arroyo y muestra algunos antiguos regueros destruidos durante aquella contienda.

Menos pasto, más enfermedades

De camino al manantial del que apenas brota un hilo insignificante de agua, se para junto a tres vetustos árboles completamente secos flanqueados por varios cañizos y algunas hierbas que sobreviven gracias a la humedad generada por los acuíferos. «Antes era imposible alcanzar la rama de este árbol desde el suelo.

Ahora puedo hacerlo por la acumulación de sedimentos. A causa de la sequía, se crea un manto de tierra que impide que el agua subterránea salga, y llueve tan poco que el agua que cae es insuficiente para apartar ese manto y, por lo tanto, el agua subterránea no puede alcanzar la superficie», detalla Ali. «Los países tecnológicamente más avanzados están provocando la falta de lluvia y nosotros somos quiénes estamos pagando el precio», denuncia cuando se le pregunta por el cambio climático. 

Omar Ali, cuyo principal sustento económico es la ganadería, ha citado a Zidan Mohammed, un pastor árabe originario de la provincia de Nínive y al que tiene contratado desde hace una década, para que explique los efectos de la sequía sobre los animales. A lomos de un burro blanco, avanza lentamente con su rebaño de 400 ovejas a través del lecho seco del arroyo de Karawkut. En las alforjas, llama la atención un kalashnikov para ahuyentar a los lobos que merodean por la zona y que debido a la falta de presas se han vuelto más agresivos.

«La ausencia de pasto provoca una gran carencia de los nutrientes y las vitaminas que los animales necesitan. Por lo tanto, cuando hay sequía extrema los animales son mucho más vulnerables a todo tipo de infecciones y enfermedades», señala este pastor de 33 años y padre de cuatro hijos a los que alimenta con un sueldo mensual de 600.000 dinares iraquíes, unos 400 euros. Cuenta que en el pasado había pasto fresco en prácticamente cualquier rincón y que ahora debe recorrer largas distancias. «La vulnerabilidad de los animales es bien palpable. En ocasiones hemos tenido que inyectarlos hasta 10 veces para desinfectarlos», señala el pastor preocupado porque la sequía está afectando al nivel reproductivo de los animales y, en consecuencia, hay menos lechales para vender.