Isidro Esnaola
Iritzi saileko erredaktorea, ekonomian espezializatua / redactor de opinión, especializado en economía

La guerra en Ucrania acelera la decadencia de la globalización

La guerra transforma completamente el discurrir de la vida y en consecuencia, también de la economía. Sus efectos son muchos y variados, algunos predecibles, otros no tanto. En cualquier caso, a medio y a largo plazo la guerra reforzará algunas tendencias que ya estaban tomando cuerpo.

Vehículo antiaéreo inutilizado en Kiev.
Vehículo antiaéreo inutilizado en Kiev. (Sergei SUPINSKY | AFP)

Las guerras también dejan ganadores y perdedores en la economía. Posiblemente, cualquier análisis sobre las consecuencias económicas de una guerra haya que comenzarlo con los principales vencedores, que son los que más desapercibidos pasan. Entre ellos, sin duda, está la industria militar. A corto plazo, los pedidos se disparan para reemplazar armas y vehículos destruidos, también para abastecer con munición y otros pertrechos a las partes enfrentadas.

Y a medio plazo, el inicio de una guerra supone el fracaso de la política y de la diplomacia, provoca desasosiego e impulsa el rearme de los ejércitos. Lo mismo da que la mayoría de ellos sean impotentes ante una agresión de grandes dimensiones: la demanda de armas crece, y cuanto más modernas, mejor. Las antiguas, que no ha habido tiempo para usar, siempre se pueden colocar en el mercado de segunda mano, como han hecho con Ucrania muchos de sus aliados. El periodista Pablo González apuntaba en Twitter que le había llamado la atención «cómo todos han aprovechado para enchufarle a Ucrania de todo, como los Stinger caducados suministrados por Letonia. Me parece perfecto que ayuden a un amigo necesitado, pero esto tiene más pinta de venderle pastillas de homeopatía a un enfermo grave».

El Commerzbank, por su parte, asegura en un informe que «el dividendo de la paz se ha agotado». La paz «ha permitido a Occidente reducir significativamente el gasto en defensa tras el fin de la Guerra Fría y el colapso de la URSS en 1991. En Alemania, por ejemplo, el gasto en defensa cayó del 2,9% del PIB en 1985 a alrededor del 1,3% en el 2000, un nivel bajo en el que se ha mantenido durante 20 años», añade.

En este campo EEUU (exportaciones de 9.000 millones de dólares) seguido de Rusia (más de 3.000 millones), Estado francés (casi 2.000 millones), Alemania (1.200 millones) y Estado español (1.200 millones) son los principales proveedores de armamento, según los datos de SIPRI de 2020. No obstante, la mayoría de países tienen su propia industria armamentística. Turquía, por ejemplo, ha estado vendiendo a Ucrania los drones que tan buen resultado dieron a Azerbaiyán en su asalto a Nagorno Karabaj. Euskal Herria también tiene una importante industria militar: produce, entre otras mercancías, armas cortas, explosivos y munición variada. Una industria que empujará el PIB hacia arriba y la supervivencia del planeta a largo plazo hacia abajo. Como refleja Beñat Zaldua en el análisis que se publica hoy en GARA, para la sostenibilidad de la vida en la tierra, los materiales son un suministro más crítico que la energía, de lo que se deduce  que el acero que se convierta en tanques nunca se transformará en un arado que a la larga nos salvará de morir de hambre.

Los primeros efectos de la guerra suelen percibirse en los mercados de acciones, de deuda pública, de materias primas y sus derivados. El precio de las acciones suele caer, a causa de unas más que previsibles pérdidas en muchos sectores económicos. Los precios de las materias primas y sus derivados, por el contrario, suelen subir, ya que los especuladores prevén que la guerra puede provocar escasez de determinados productos o retrasos en el suministro.

Esa suele ser la primera reacción, que luego suele tener un efecto rebote: lo que ha caído mucho, suele subir –después de todo, una ganga es una ganga–, y los precios que se han disparado, suelen caer una vez pasa el pánico inicial. Así ocurrió el viernes con los precios del petróleo y del gas, y también con los del trigo y del maíz, tras la importante subida de la víspera. En cualquier caso, los vaivenes pueden seguir siendo grandes dependiendo del desarrollo de  las operaciones militares.

La incertidumbre propia de la guerra abre un gran espacio para la obtención de beneficios extraordinarios en diversos ámbitos. En estas escaramuzas, los especuladores más avispados suelen hacer suculentos negocios aprovechando que el mercado suele sobrerreaccionar ante cualquier nimiedad.

La aversión al riesgo del capital hace que el comienzo de una guerra pueda llevar a que se replanteen ciertas inversiones a largo plazo. Es posible que un conflicto paralice algunos proyectos y otros se abandonen definitivamente, lo que repercutirá negativamente en la actividad económica. Un análisis del Banco Berenberg señala que la guerra producirá un «retroceso temporal en la confianza de las empresas y los consumidores europeos, que podría restar algo de potencia al despegue de la economía (tras ómicron), pero en ningún caso generar una recesión».

Este retroceso temporal del que habla Berenberg habría que considerarlo en un contexto más amplio. El blog del FMI recoge una entrada de uno de sus analistas, Tryggvi Gudmundsson, que avisaba antes de que empezaran las hostilidades que «el ritmo de la recuperación se ha desacelerado» ya que en octubre era del 4,9% y en la actualidad es del 4,4%. De este modo, la guerra puede hundir todavía más las expectativas.

En esta coyuntura de incertidumbre bélica, los precios de las materias primas están subiendo y es posible que con altibajos continúen así mientras duren las hostilidades, lo que no hace sino reforzar la tendencia al crecimiento de la inflación que se ha observado durante todo el pasado año. Por cierto, el alza de los precios está siendo superior a lo esperado en muchas economías. El viernes, por ejemplo, se hizo público el dato de inflación de enero en EEUU y el indicador subía hasta el 6,1%, por encima de las previsiones.

El hecho de que Rusia sea un importante exportador de materias primas, tanto de productos energéticos como de cereales, puede hacer que la presión sobre los precios se incremente. Si hasta ahora la inflación se achacaba a la escasez de determinados productos y a los problemas logísticos, a partir de ahora el precio de las materias primas puede dar otro importante impulso a nuevas subidas.

Lo que hagan a partir de ahora los bancos centrales tiene poco recorrido, tal y como reconoce Gilles Moec, economista de Axa, quien cree que «el margen de maniobra para adaptarse a un shock geopolítico con la política monetaria parece particularmente estrecho». En cualquier caso, debido a la gran incertidumbre, la subida de tipos de interés anunciada bien podría retrasarse y es posible que el BCE mantenga su programa de compras netas de bonos, como aseguró a Reuters el miembro de la dirección del BCE Yannis Stournaras.

Y aquí aparecen los trabajadores como los principales perdedores del aumento de la carestía de la vida, ya que los salarios raramente aumentan en la misma proporción. Las empresas, sin embargo, adaptan mucho más rápidamente sus precios a las subidas de sus proveedores.



A más largo plazo, los vetos darán un fuerte impulso a una creciente regionalización de la economía. Las sanciones resultan paradójicas en el modelo neoliberal de libertad de comercio. Sin embargo, en los últimos años se han impuesto como medida de presión, a pesar de su más que dudosa eficacia. A veces incluso pueden resultar contraproducentes, como se están dando cuenta ahora mismo en Europa. En una economía globalizada e interrelacionada, las sanciones tienen un efecto boomerang. En cualquier caso, más allá del impacto propagandístico, las sanciones suelen golpear siempre a los más débiles, en uno u otro bando, ¿quién sino va a pagar el gas más caro? Además, suelen inducir un próspero negocio de intermediación que ofrece el modo de esquivarlas.

Más allá del alcance que finalmente tengan este tipo de medidas, lo que sí van a conseguir es impulsar una creciente regionalización del comercio. «La desglobalización y la regionalización son, por supuesto, un problema para la economía alemana y europea, que está orientada a la globalización más que casi cualquier otra economía», advierte un informe de Commerzbank.

Una tendencia que experimentó un importante auge con Donald Trump en la Casa Blanca, cuando intentó frenar la expansión de China mediante prohibiciones y vetos. Es también un intento de Occidente de tratar de fortificar su espacio ante una cada vez más evidente pérdida de influencia en el mundo. La guerra no hará sino reforzar esta dirección.

Por otro lado, el desacople económico entre Occidente y Oriente, acelerado por la crisis de Ucrania, impulsará la reindustrialización de los respectivos bloques económicos para satisfacer sus necesidades por sí mismos. Este cambio ha sido claro durante la pandemia y la guerra no hará más que reforzarlo. Y para ello se dejará de lado, como de hecho ya ha ocurrido en Europa, otro de los dogmas liberales: el libre mercado. Los Estados recurrirán a una mayor regulación de la relaciones económicas y concederán amplios subsidios a las empresas, antes prohibidos por considerarse competencia ilegal. Buenos ejemplos son la apuesta de los gobiernos de EEUU o la UE por el desarrollo de la industria de los chips.

Y este distanciamiento llevará a que cada bloque genere sus propias tecnologías y estándares, lo que reducirá la eficiencia del sistema económico global.

Sin olvidar que esta crisis ha puesto de manifiesto la dependencia energética que tiene Europa de Rusia. Es probable que a medio plazo se busque una diversificación de las fuentes de suministro, aunque el gas licuado resulte más caro.
 
Al final, las y los trabajadores terminaremos pagando la factura de una guerra que no hemos buscado.