Jaime Iglesias
Entrevue
Arthur Harari
Director de ‘Onoda’

«Quería contar una aventura, pero también vivirla»

Nacido en París en 1981, debutó como director con ‘Diamant nour’. Su segundo filme, ‘Onoda’, recrea la experiencia del último soldado de la II Guerra Mundial en rendirse. Una ambiciosa y compleja producción que se presentó en Cannes y que le ha hecho ganar el César el Mejor Guion Original.

Arthur Harari.
Arthur Harari. (J. DANAE | FOKU)

En 1974, Hiro Onoda, oficial del Ejército japonés, movilizado durante la II Guerra Mundial, escenificó su rendición frente al presidente filipino Ferdinand Marcos. El conflicto había acabado treinta años antes pero Onoda, ignorando los ecos que le fueron llegando durante todo este tiempo sobre el fin de la guerra, permaneció emboscado junto a sus hombres en el interior de la jungla. Arthur Harari rescata su historia.

​¿Qué lleva a un director casi novel a embarcarse en una producción como esta, rodada en un lugar remoto y en un idioma que le es ajeno?

Pues justamente el deseo de desplazarme fuera de mi espacio natural, de acudir allí donde nadie esperaba que pudiera ir. Después de debutar con una modesta película de atracos, nadie esperaba que me liase la manta a la cabeza y me fuera a rodar una historia como esta a diez mil kilómetros de casa. No sé si pensaron que me había vuelto loco, pero nos costó mucho encontrar financiación.
 
¿Qué le interesó de la historia de Onoda?

Había un contraste muy interesante entre la integridad moral del personaje y ese punto de locura del que hizo gala anteponiendo ese sentido del deber sobre cualquier otro tipo de circunstancia, desatendiendo la razón y la lógica. Esas tensiones fueron las que me fascinaron de Onoda. Lejos de parecerme una figura anacrónica, sentía que me interpelaba.
 
¿En una época de incertidumbres, como la actual, esos rasgos resultan inspiradores?

Puede ser, pero también te digo que a la hora de acercarme a una figura como Onoda en ningún momento lo hice alentado por buscar el modo de conectar su experiencia con nuestro presente. Su historia trasciende lo anecdótico y atesora elementos tan potentes que, a la hora de narrarlos, no necesité amplificar esa fuerza localizando sus ecos en el mundo actual.
 
Pese a tratarse de un filme de aventuras, en el fondo estamos ante un relato existencialista.

Precisamente ese fue mi empeño al rodar esta película. Mientras preparaba el proyecto igual no me lo planteé de una manera consciente, pero, en el fondo, lo que buscaba era contar una historia que confrontase al espectador con el vértigo que implica el hecho de vivir. Creo que ese es el rasgo que mejor define al cine de aventuras. Tendemos a pensar que una película de aventuras debe de ser solo acción, pero lo relevante es cómo esas acciones cuestionan la naturaleza del ser humano.
 
¿En qué medida ese espíritu de aventura refleja sus ambiciones como cineasta?

Al rodar esta película yo quería contar una aventura pero también vivir una aventura. Siempre he sentido que había un paralelismo entre mi desempeño como cineasta y la figura de Onoda. Su falta de certezas y su espíritu disidente le llevaron a negar las evidencias que le deparaba el mundo real y a construir una realidad paralela y eso es algo que está no solo en la naturaleza de mi trabajo sino en la de cualquier director de cine.
 
En el cine clásico abundan ejemplos de directores que hicieron de ese anhelo la razón de ser de su oficio. ¿Eso es algo que se ha ido perdiendo?

Yo creo que ese sentimiento nos sigue inspirando a muchos directores gracias, precisamente, al legado de esos cineastas a los que te refieres. Muchos abrazamos el deseo de hacer cine viendo sus películas. Gracias a ellas descubrí no solo que el hecho de que hacer cine constituye la más excitante de las aventuras sino que, además, rodando una película, uno puede resucitar el pasado y quedar instalado temporalmente en él, aun a sabiendas de estar habitando un espacio mítico, irreal. Eso es también lo que le ocurre a Onoda.

¿Cómo trabajó la temporalidad en una historia que se desarrolla a lo largo de 30 años?

Teniendo en cuenta que el tiempo constituye la materia prima de esta historia, lo más complicado en el proceso de escritura fue justamente construir ese arco temporal. Lo que hicimos fue experimentar, jugar con las elipsis, decidir qué era lo que queríamos contar y lo que no, viendo lo que funcionaba y lo que no. Al final lo que mostramos en la película son unos momentos concretos que reflejan una mínima parte de toda la experiencia vivida por Onoda.
 
En este sentido, ¿se sintió impelido a ser fiel a la experiencia vital del personaje o se tomó licencias que reflejasen mejor el lado emocional de los protagonistas?

Había muchos elementos de los que tirar para construir esta historia pero elegimos aquellos que mejor nos venían de cara a concretar la dimensión que queríamos darle al relato. Esas mismas necesidades nos llevaron a alterar el orden cronológico de algunos hechos porque de lo que se trataba era de construir una ficción, por mucho que estuviera inspirada en unas vivencias reales. Mi prioridad fue la de contar un viaje interior y la de lograr que el espectador acompañase al protagonista en ese viaje. Para ello, tratamos de que el vínculo emocional entre el público y Onoda tuviera una progresión.
 
¿Cómo trasladó esas exigencias al trabajo con los actores?

Fue un trabajo largo y me apoyé mucho en la persona que nos había ayudado con la traducción del guion al japonés. Ensayamos durante muchos meses en Tokio con ellos y cuando llegaron al rodaje ya estaban muy preparados y muy conscientes de lo que quería de ellos. Valoro mucho su disposición para abrirse a una manera de trabajar a la que no estaban acostumbrados pero que, más allá de la brecha cultural, fue enriquecedora para todos.