Ayman Al-Zawahiri, un líder gris que preservó la macabra llama de Al-Qaeda
El inquilino de la Casa Blanca, necesitado de un milagro para salvar la debacle de las elecciones de medio mandato de noviembre, ha presentado la ejecución extrajudicial –eufemismo para describir un asesinato– de Al-Zawahiri como un éxito.
Es evidente que, como antes Trump (con el comandante iraní Soleimani) y Obama (Bin Laden), el presidente Biden tiene ya su trofeo, por cuya cabeza el Pentágono ofrecía 25 millones de dólares.
Pero tampoco es menos cierto que Ayman al-Zawahiri era una pieza de caza menor, para nada comparable con la de su correligionario y líder de la red yihadista Al-Qaeda.
Y no solo por su precario estado de salud –se le ha dado muchas veces por muerto y ya tenía 71 años–. De hecho, era un secreto a voces que vivía en los últimos años en la indómita frontera entre Afganistán y Pakistán y la propia ONU le había ubicado en Kabul tras el regreso al poder el año pasado de los talibán.
El egipcio Al-Zawahiri tuvo que hacerse cargo de la red tras la muerte en 2011 en una operación especial estadounidense en Pakistán de Osama Bin Laden, con quien cofundó Al Qaeda.
Pero nunca fue un hombre de acción; al contrario, era un ideólogo y erudito en cuestiones teológicas, aunque sus biógrafos le presentan como muy interesado en cuestiones de política internacional.
Hijo de una familia burguesa acomodada –su padre fue un médico reputado y su abuelo un gran teólogo de la Mezquita de Al-Azhar, principal centro espiritual musulmán de Egipto y uno de los más reputados del islam– él mismo estudiaría medicina y se convertiría en cirujano. Y bebió desde niño las convicciones religiosas.
A los quince años militaba ya en los Hermanos Musulmanes y sufrió la represión gubernamental contra la cofradía islamista.
La represión y la paralela radicalización de sectores de la cofradía provocó el surgimiento del grupo armado egipcio Yihad Islámica, al que se integró Al-Zawahiri y que reivindicaría en 1981 el magnicidio del presidente egipcio Anuar el-Sadat.
Al-Zawahiri fue detenido y purgó tres años en prisión. Tras ser liberado, comenzó un periplo que le llevó de Arabia Saudí, cuna del wahabismo –corriente rigorista y arcaica del islam–, a Peshawar (Pakistán), donde en 1985 se encontró por primera vez con Osama Bin Laden, del que se convertiría en su segundo y su médico personal.
Ambos fundaron entonces Al-Qaeda, la red que coordinaba a los combatientes árabes y musulmanes que llegaron a Afganistán para luchar contra la invasión soviética, y que contó con el apoyo del servicio secreto paquistaní y con la –como mínimo– aquiescencia de la CIA.
Desde entonces la vida de ‘El Egipcio’, como le llamaban sus correligionarios, estará ligada a la red y a Bin Laden, con quien compartirá la misma suerte hasta el final.
A su sombra, y tras la retirada soviética, Al-Zawahiri le acompañó a su exilio en Sudán después de que Bin Laden fuera expulsado de Arabia Saudí.
Tras la muerte en 1997 en atentado de Abdulah Azzam, mentor religioso de Bin Laden, se convirtió en el ideólogo de Al-Qaeda, lo que le llevó a ser inculpado por ordenar los atentados en 1998 contra las embajadas estadounidenses en Tanzania y Kenia y los ataques del 11-S junto con Bin Laden.
Tras la muerte de este en 2011, Al-Zawahiri tomó el mando de la organización, que se vio obligada a descentralizarse en una red con muchas ramas pero sin un liderazgo central, debilitada por las sucesivas pérdidas de sus comandantes y por la competencia del Estado Islámico (ISIS) en el liderazgo del yihadismo mundial.
No obstante, la debilidad del liderazgo propio de Al-Zawahiri y su flexibilidad para aceptar el funcionamiento autónomo de sus franquicias ha sido a la vez el gran éxito de su macabra gestión.
Y no le faltaba experiencia. EEUU le adjudicó la dirección desde la distancia del grupo armado ‘Las Vanguardias de la Conquista’, que reivindicó la matanza de 59 turistas en Luxor (Egipto), en 1997.
Al-Zawahiri deja como legado haber mantenido viva a Al-Qaeda en un momento crítico. Y haber multiplicado sus franquicias desde el Magreb hasta Afganistán, pasando por Somalia, Yemen, Siria e Irak.
Los expertos aseguran que ya tiene sucesor, egipcio para más señas y en su día teniente coronel de las Fuerzas Especiales, Said al-Adel.
Y deja tras su muerte a una Al-Qaeda que, coinciden muchos analistas, podría verse favorecida por el actual y convulso contexto internacional y recuperar su posición como punta de lanza de la yihad mundial.