Carlos Gil
Analista cultural

Tragicomedia en blanco y negro

Obra: La voluntad de creer Dirección: Pablo Messiez Intérpretes: Marina Fantini, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Iñigo Rodríguez-Claro, Mikele Urroz  Escenografía: Max Glaenzel Iluminación: Carlos Marquerie Producción: Buxman, Teatro Español Lugar: Matadero (Madrid)

Un momento de la obra teatral ‘La voluntad de creer’.
Un momento de la obra teatral ‘La voluntad de creer’. (LAIA NOGUERAS)

Una familia vasca entre disfuncional y posmoderna se nos presenta portando, no solamente conflictos internos, sino haciendo a las espectadoras partícipes de las dudas sobre la mismidad del hecho teatral, de la convención, el cómo asumir como real desde la creencia o la voluntad lo que sucede en escena. Ese acto físico, mental, intelectual, que la neurociencia nos ha explicado que intervienen las neuronas espejo, pero que nos convierte en coautores de la obra, en imprescindibles para que lo que sucede ante nuestro ojos tome rango de hecho artístico.

La sabiduría de Pablo Messiez en este planteamiento, con la colaboración inconmensurable de todo el equipo actoral y demás elementos imprescindibles, como es espacio escénico, vestuario, iluminación y banda sonora, es tener una maravillosa trama dramática que se va construyendo, al igual que la escenografía, ante nosotros, con una ligereza hipnótica.

Se va delimitando el espacio físico, pero no el emocional, allá donde se va creando el sustrato de la peripecia de esa familia, de esos personajes, de estas individualidades que acaban formando una cosmogonía donde ejercer toda la sublimación de textos, gestos, acciones, subtextos, silencios y desarrollo de una dramaturgia que sucede en paralelo con la película ‘Ordet’ de Dreyer que se emite en un viejo televisor a pie de escenario.

De manera inclemente, la obra avanza, los actores ya son los personajes que se definen, una pareja de lesbianas, una de ellas argentina, embarazada, la otra es una de las hermanas de esa familia vasca, que hablan entre ellos en euskara por momentos, pero que parecen determinados sus roles incluso por sus nombres, Amparo, Paz, Felicidad, Juan, y que van contando en tono tragicómico sus peripecias vitales, una de ellas es poeta, otra está anclada en una silla de ruedas y tiene un carácter endemoniado y el hombre se cree Jesús Nazaret y sus hermanas lo achacan a su lectura de joven de demasiados libros de Kierkegaard.

Entre lo real y lo creíble

No parecen suficientemente relevantes estos apuntes biográficos, sino que lo que sucede, en este territorio entre lo real y lo creíble, es teatro de gran nivel, en cada matiz o pequeño detalle de la puesta en escena, en los giros del guion, la evolución de los personajes, los temas tratados en primer nivel de entendimiento o en sus posos del subtexto que abre todas las posibilidades de interpretación y reconocimiento de lo que se entiende en primera instancia y aquello que entra dentro de las creencias, quizás en la fe del buen espectador frente al buen teatro.

Todo sucede dentro de una unidad de estilo, un tiempo escénico medido, unas interpretaciones con unas graduaciones de intensidad y relevancia de gran entidad muy aquilatadas, llevando a las espectadoras hasta el milagro, un milagro escénico, un milagro teatral, producto de la voluntad de creer. Y todo ello en blanco y negro, con una iluminación fría, que acaba provocando escalofríos analíticos por su meticulosa intervención dramatúrgica sin necesidad de efectismos.

El espacio escénico se construye frente a nosotros con módulos, pero es de una blancura nada inocente, sino para que se pueda incrustar en nuestras retinas como una idea estética que va diluyendo la ética que acompaña a las resoluciones de todas las situaciones planteadas, de mucha carga emocional, por lo tanto, de resolución política.

Teatro del grande, del bueno, del hecho desde la presencia constante de actores y actrices, con palabras que miden su capacidad de transformación del tiempo y el espacio a través del cuerpo de los intérpretes y con esa invisibilidad majestuosa de la mano de Pablo Messiez.