Marian Mathias, debutante, dirige con la claridad pausada de las voces sabias. Primero, nos sumerge en el vientre oscuro de la América rural, paisaje de horizontes interminables aplastados sin tregua bajo el cielo. Es la tierra del gótico y la desmesura, donde las personas son poco más que pequeñas figuras que apenas viven. Son los Estados Unidos que siempre miran más lejos, que creen en Dios y en las bondades de la especulación inmobiliaria para no reparar en la desesperación que los envuelve. Allí, los negros son impenetrables y el blanco siempre roto.

Allí, viven Haas (Hannah Schiller) y su padre, quien perdió en las sombras todo lo que tenía: dinero, esposa y cordura. Mathias contempla cómo su vida se agota entre paredes de papel pintado y rondas de cerveza. Tras la muerte de él, su hija deberá encargarse de un entierro que se va retrasando y que le impide huir de la tristeza pegajosa que plana sobre todo. Las nubes se dispersan, apenas un poco, cuando Haas conoce a Will (Darren Houle), un joven que planea zarpar lejos. Pero Mathias ha concebido un mundo que acoge solo a los muertos, en el que la alegría tiembla y se entrecorta. Nada, excepto el tiempo, separa a la pareja de jóvenes de convertirse en un matrimonio tan lánguido y decrépito como el que les acoge en su hogar. Sin embargo, ‘Runner’ reserva unos minutos a observar al viejito de la casa dormir, y hay algo de verdaderamente cariñoso allí. Quizás no haya nada más allá de las llanuras grises, pero eso ya está bien.