Contradicciones en la era de la inflación
La actual coyuntura económica se caracteriza por un alza imparable del coste de la vida y una creciente incertidumbre. En este contexto, las decisiones que ha tomado la Unión Europea para frenar la inflación y estimular la industria están en contradicción con la doctrina liberal oficial.
Este otoño ha sido más suave que de costumbre en el continente europeo, lo que ha permitido entrar en el mes de diciembre con las reservas de gas al 90%. Un dato que ha devuelto el optimismo a los analistas que ahora creen que la caída de la economía no será tan profunda como señalaban los pronósticos. Cuando parecía que la economía era completamente independiente del medio físico resulta que cualquier borrasca puede terminar arruinando sesudos modelos econométricos.
En este contexto tan volátil, tal vez sea más útil dejar de lado los pronósticos y repasar algunas decisiones que se están tomando o que ya se aplican y que van a condicionar el devenir económico.
Los tipos de interés
Como la mayoría de los bancos centrales, excepto Japón, el Banco Central Europeo sigue la senda de la Reserva Federal estadounidense de subir los tipos de interés, en teoría para detener el alza de precios. El problema es que los precios no suben porque haya una demanda excesiva, sino porque se ha reducido la oferta de determinadas mercancías, en algunos casos por la pandemia y la falta de inversiones, en otras por problemas logísticos, sin descartar el efecto negativo de las malas condiciones climatológicas en las cosechas o la política de sanciones. En definitiva, cuestiones a las que los tipos de interés no afectan, si exceptuamos que con tipos más altos las inversiones aplazadas se van a volver más costosas, de modo que, incluso en ese caso, los tipos altos en nada ayudarán a terminar con los déficits y, en consecuencia, a frenar la inflación.
Los tipos de interés altos buscan detener la inflación ahogando la economía. Dicho de otra manera, los bancos centrales han decidido cambiar la subida de precios por más paro.
Si resulta más caro invertir y el consumo de los trabajadores cae debido a los altos precios, las empresas posiblemente se vean obligadas a ajustar la producción, con lo que el efecto final será un aumento del número de personas paradas. Los tipos de interés altos buscan detener la inflación ahogando la economía. Dicho de otra manera, los bancos centrales han decidido cambiar la subida de precios por más paro.
Esa decisión tiene más enjundia. Unos tipos altos aprecian el dólar frente al resto de monedas. Y a pesar del seguidismo de los bancos centrales subiendo los tipos, el resto de monedas apenas se ha apreciado. Un dólar más caro poco afecta a los estadounidenses, puesto que la mayor parte del comercio mundial se negocia en dólares, con lo que los precios de lo que compran y venden apenas se verán afectados. Sin embargo, para el resto del mundo las importaciones se encarecen automáticamente porque hay que pagarlas en dólares que cuestan más, de modo que, subiendo los tipos, EEUU está exportando inflación al resto del mundo.
Alas para las finanzas
La subida de tipos tiene una lectura más que conviene mantener en perspectiva. Los intereses altos no benefician ni a los trabajadores –pagan más por préstamos e hipotecas y tienen más probabilidades de acabar en paro– ni a las empresas –suben los gastos financieros, el crédito se reduce y la venta de sus productos se complica–, pero sí benefician, y mucho, a las finanzas que cobran mucho más por sus préstamos y activos. Una remuneración al alza compensa en cierta forma la pérdida de valor que sufre su patrimonio a causa de la elevada inflación.
Por esta razón, la decisión del BCE no es inocente y mientras golpea a la parte productiva de la economía –trabajadores y empresas– beneficia a los rentistas, en concordancia con el papel que quiere desempeñar Europa en el mundo como ‘jardín’ para solaz y disfrute de ricos y poderosos.
La subida de tipos permite salvar los muebles a las finanzas, que se han vuelto cada vez más omnipresentes debido a dos fenómenos paralelos. Por un lado, está el desarrollo de los fondos de capital con músculo financiero suficiente como para comprar empresas enteras, incluso aquellas que cotizan en Bolsa (Twitter ha sido una de las últimas; Euskaltel es un ejemplo más cercano) y hacer con ellas lo que quieran. En la gestión de los fondos de capital no caben consideraciones económicas o sociales, solamente el frío cálculo monetario. Y con el bagaje que da el poder del dinero, las finanzas están sometiendo la gestión empresarial a los intereses de los rentistas.
Este cambio es importante porque a las finanzas les da igual dónde se producen las mercancías o qué ocurre con el tejido productivo local, lo único que les interesa es el flujo de beneficios. De este modo se revela que la economía real no es más que un mero trámite para alcanzar el verdadero objetivo del capital: su constante revalorización.
Por otro lado, está el proceso de financiarización de la economía. Los fondos de capital han entrado en todo tipo de mercados, imponiendo su poder. Así, por ejemplo, prácticamente han desaparecido los contratos a largo plazo, que en su mayor parte han sido sustituidos por contratos de futuros u otro tipo de contratos derivados, lo que ha abierto una gran ventana a esos monstruos de las finanzas para especular con todo. En la actualidad, son los fondos de capital en los mercados de derivados los que ponen el precio a todas las materias primas y, por extensión, al resto de mercancías de la cadena productiva. De este modo, la especulación asociada a la financiarización se ha convertido en una fuente inagotable de inflación.
El esfuerzo bélico y la inflación
La decisión de la UE de involucrarse en la guerra de Ucrania con el envío de material militar, ayuda financiera y con sanciones económicas contra Rusia tendrá consecuencias graves y duraderas. El espíritu bélico se ha apoderado de la mayoría de dirigentes europeos, que han apartado cualquier propósito negociador y han subrayado su intención de doblegar a Rusia. Eso significa que la guerra va para largo y tendrá consecuencias directas en el bienestar de los europeos, por lejos que parezca que está el frente.
El gasto militar es completamente improductivo, de modo que la economía paga sueldos y genera demanda por unos trabajos que no aportan nada a la sociedad. Cuando el gasto improductivo se dispara, inevitablemente se refuerza la tendencia de la inflación a crecer.
Cualquier guerra siempre lleva asociada un escenario inflacionario, porque el esfuerzo bélico y el gasto militar empujan invariablemente los precios al alza. La relación es sencilla: la demanda militar se multiplica, lo que inevitablemente termina restando recursos para otras industrias, que se verán obligadas a pagar más por las materias primas que necesiten. Además, el gasto militar es completamente improductivo, de modo que la economía paga sueldos y genera demanda por unos trabajos que no aportan nada a la sociedad. Cuando el gasto improductivo se dispara, inevitablemente se refuerza la tendencia de la inflación a crecer.
Por otra parte, las sanciones que la UE ha impuesto a Rusia seguirán encareciendo los insumos de la economía europea, especialmente la energía. Y la situación es más complicada de lo que trasciende. Muchas empresas han reducido su actividad y evitan los picos de precios de la energía, mientras que otras directamente han decidido cerrar sus instalaciones en Europa. Para acotar las pérdidas Bruselas ha puesto en marcha algunos cambios que resultan contradictorios entre sí.
El llamado «mercado» energético
La crisis energética no se solucionará a corto plazo, tanto por la política de sanciones a Rusia como por el progresivo agotamiento de los yacimientos más accesibles y baratos. Y las energías renovables tardarán en reemplazar a los hidrocarburos. De hecho, hasta ahora la sustitución ha sido mínima; la potencia adicional ha servido básicamente para atender una demanda creciente. No obstante, en este campo se han producido algunos movimientos.
La UE ha puesto en marcha un proceso para revisar el mercado energético en un movimiento en el que reconocen el fracaso de las políticas neoliberales desarrolladas hasta ahora. La decisión de imponer un simulacro de mercado donde antes había un suministro público ha creado un enorme oligopolio que está destrozando los precios y matando la industria del continente.
La marcha atrás es difícil y de momento están optando por poner tope al precio de la energía. Alemania ha decidido subvencionar la factura, lo que no ha sentado nada bien a algunos de sus socios, que carecen de su músculo financiero. Estos intentos de paliar los peores efectos de la crisis energética alimentarán nuevas contradicciones entre países que podrían agravarse si los precios siguen escalando.
Por otro lado, da la impresión de que la Unión Europea se ha lanzado a una huida hacia adelante. Como ha decidido prescindir de la energía rusa, ha pensado convertir el defecto en virtud, y de la noche a la mañana convertirse en el adalid de energía limpia en el mundo, es decir, aprovechar la coyuntura para deshacerse completamente de los combustibles fósiles. El problema es que manteniendo el mismo modelo de producción y consumo, la estrategia está condenada al fracaso. No se pueden sustituir, por ejemplo, todos los coches de combustión por coches eléctricos, simplemente porque no habrá suficientes baterías. El cambio de matriz energética debe llevar aparejado otro modelo de producción y consumo.
En este sentido, la Comisión acaba de tomar la decisión de empezar a gravar las emisiones de CO2 de los productos importados, una resolución en línea con la política de reducir las emisiones. No obstante, cuando se implemente, empujará la inflación al alza al encarecer muchos productos importados. Esta medida, por otra parte, tiene otro sentido: actuar como un arancel a la importación, una barrera que proteja a la producción local de la competencia exterior. El comercio libre mutuamente beneficioso es otro mito a punto de caer.
La política industrial
El fuerte incremento de los costes de la energía, especialmente en Europa, está llevando a la deslocalización de las industrias electrointensivas. Sin embargo, también se está produciendo un movimiento de relocalización de la industria, empujado por los costes del transporte, pero especialmente porque la pandemia ha revalorizado la autosuficiencia en un mundo cada vez más fragmentado. La carrera por producir semiconductores es un buen ejemplo de ello.
Esta nueva política industrial está poniendo en manos de las multinacionales grandes recursos públicos. El Estado no se plantea sustituir la iniciativa privada, sino movilizarla en una determinada dirección.
En este sentido, la política industrial ha vuelto a tomar el protagonismo que perdió durante los últimos años. En 2021, la Unión Europea aprobó el plan Next Generation UE con 800.000 millones en fondos para modernizar la economía europea en áreas como la digitalización, la transición energética o la investigación. Aunque nadie lo define como tal, se trata de un plan industrial que desgraciadamente no está orientado al tejido productivo local, sino que básicamente está pensado para que las grandes multinacionales europeas estén en condiciones de competir con los gigantes chinos o estadounidenses.
Da la impresión de que esa vuelta a la política industrial habría inspirado las principales leyes aprobadas últimamente en EEUU (Ley de Reducción de la Inflación, Ley de Chips y Ciencia...) y en la UE (Next Generation EU, Ley Europea de Chips y la RePowerEU). Una característica de todas ellas es que el Estado ya no aparece como el instrumento que corrige los fallos del mercado, sino que vuelve a participar activamente en la política económica como inversor. Un cambio sin duda positivo que certifica el fracaso de la política neoliberal desarrollada hasta ahora.
Por otro lado, esta nueva política industrial está poniendo en manos de las multinacionales grandes recursos públicos. El Estado no se plantea sustituir la iniciativa privada, sino movilizarla en una determinada dirección. De alguna manera, el Estado establece los objetivos y pone el capital; dicho de otro modo, se limita a garantizar el retorno de las inversiones privadas.
Este planteamiento tiene evidentes peligros. El principal es que el diseño y la ejecución de los planes públicos se deja en manos privadas, como está ocurriendo con los fondos Next Generation EU. La experiencia dice que por mucho «capitalismo de los grupos de interés» que predique el Foro de Davos, los intereses del capital no suelen coincidir con el interés general.
A modo de conclusión
Las presiones inflacionistas fruto de las sanciones, la guerra en Ucrania, el creciente coste de la energía fósil y los obstáculos al libre comercio en forma de aranceles a las importaciones o de ayudas de Estado para una incipiente reindustrialización se van a mantener. Por otro lado, el alza de tipos empuja a la economía hacia la recesión, esto es, caída de la producción y desempleo.
En segundo lugar, se está produciendo un desplazamiento de las decisiones estratégicas hacia Bruselas, en las que el peso de las grandes multinacionales europeas y el capital financiero es enorme. Y los intereses del gran capital no coinciden necesariamente con los del tejido productivo. A medida que se centralizan las decisiones de política económica en Bruselas, los Estados pierden peso político, pero también los sindicatos y las tradicionales asociaciones empresariales. La cuestión de la soberanía va a ganar peso en todos los ámbitos, pero especialmente en el económico.
El discurso neoliberal legitimador de la globalización está haciendo aguas. La mayoría de las decisiones que se están tomando están en contradicción con los presupuestos liberales. Que haya entrado en crisis no significa que exista un discurso progresista capaz de sustituirlo. Existe un vacío que de una u otra forma se llenará.