Tiempo para educar nuestra resiliencia
Nada indica que 2023 vaya a ser un gran año. No hay un solo indicador colectivo que resulte demasiado esperanzador. Hemos aprendido a tener en cuenta la incertidumbre, pero los dilemas previsibles para este tiempo resultan inabordables de antemano. ¿Se alargará la guerra o se abrirá por fin la opción de una salida negociada? ¿Cómo se gestionan el desgaste y las derivadas que esta contienda acarrea? ¿Los poderes económicos dominarán la inflación y, de ser así, qué precio deberán pagar las familias y los pueblos para que el sistema capitalista no caiga? En la misma línea, ¿qué grado de recesión se sufrirá y cómo la confrontarán las clases populares? Es año electoral en varios ámbitos, ¿afectarán los factores mencionados a los resultados y las alianzas? Aun ganando, o incluso haciendo pactos amplios a la altura de las circunstancias, ¿cómo se superan las hipotecas institucionales y las exigencias sociales actuales?
La incertidumbre tiene que ver con la gestión de las perspectivas y las expectativas. No vamos a engañar a nadie: no son particularmente buenas. No obstante, hay otra forma de verlo. ¿Puede ser este año mucho peor que los anteriores tres? Seguramente, no. Puede haber remontadas puntuales, alivios parciales, victorias sorprendentes, momentos memorables… Este es un pueblo acostumbrado a hacer mucho con bastante poco. Y en el mundo se están construyendo alternativas que pueden abrir otros escenarios. Hay que exprimir el potencial de cada oportunidad, creando condiciones nuevas para el cambio; no cabe ceder a la resignación.
En este contexto, la emergencia climática es el telón de fondo civilizatorio y la pospandemia la atmósfera humana latente. Sin atender a esas constantes todo intento por abrir espacios al cambio y a la esperanza serán baldíos. El colapso puede llegar, pero desearlo no indica nada bueno; anunciarlo constantemente, tampoco. Lo que llevamos tiempo advirtiendo sobre la salud mental es ya un hecho cotidiano: la gente, mucha gente, se encuentra desequilibrada, desnortada, paranoica, depresiva, desatada, triste… se encuentra mal, de mil y una maneras y en grados diferentes, pero pocos están bien. Pensar que son el resto puede ser un consuelo pero no parece demasiado realista.
Ese malestar no es solo individual ni individualista. Tiene reflejo en la forma en la que las personas y las comunidades ven, sienten y viven la política. Hay que romper con el ensimismamiento, con las tesis de autoayuda que justifican el egoísmo como rector de las vidas. El cuidado es otra cosa, mucho más compleja y cooperativa, que demanda una estructuración socioeconómica distinta, organizada, más justa y más libre. La ola reaccionaria parece ahora mismo más potente que la emancipadora, pero quizás también sea más frágil de lo que aparenta.
La nación vasca tiene retos casi inabarcables en esta época. La sociedad tiene pendiente un balance serio entre lo que quiere y lo que está dispuesta a hacer para lograrlo. Saber lo que no se quiere es un punto de partida, pero no es suficiente. Hay que adoptar compromisos y generar alternativas viables y eficaces. La clase dirigente debe ser capaz de hacer una lectura correcta de esos retos y prioridades. La militancia del país, quienes tienen el futuro de Euskal Herria y de sus habitantes entre sus prioridades, deben calcular las fuerzas y los plazos, deben articular las redes y las campañas para que nuestro pueblo salga reforzado de esta época convulsa. Es tiempo de resiliencia, de construir la capacidad para adaptarse.
Un elemento realmente disruptivo al que nos tendremos que adaptar este año es a los diferentes desarrollos de la inteligencia artificial. Con la apertura de ChatGPT se ha abierto un proceso de entrenamiento masivo de ese sistema de procesamiento de lenguaje natural (NLP). En términos particulares, tendremos que aprender a comunicarnos con esa inteligencia, lo que de un modo u otro afectará a la nuestra. Tendremos que aprender a preguntar, a conversar y a ordenar. En el plano colectivo, hay que prever que las desigualdades seguirán creciendo impulsadas por estas tecnologías.
La brecha entre el avance tecnológico y el debate ético sobre sus consecuencias que hace un siglo señaló Bertrand Russell a raíz del desarrollo de la energía nuclear sigue ensanchándose de forma peligrosa. Aunque llegamos tarde, entre el ludismo y el tecnoutopismo, hay que adaptarse, no se puede mirar para otro lado, hay que dar los debates pertinentes, hay que acordar límites y demandar responsabilidades. Son retos gigantes para nuestra pequeña nación y nuestra debilitada cultura.
Nunca hay que descartar sorpresas positivas. Mirando al balance de este tiempo pasado, la Mano de Irulegi es el antídoto perfecto contra todo pesimismo antropológico. Ese hallazgo, a pocos kilómetros de Iruñea, es testigo de un pueblo y una cultura que periódicamente se ha enfrentado a momentos críticos, a épocas oscuras, a represiones bárbaras o civilizadas. Nada de eso ha logrado una rendición, aunque sí ha impedido otro grado de liberación. También ha forjado este país y a su gente, con sus taras y sus dones, que no son pocos. Quizá sea el momento de preguntarse qué se desea que encuentren los y las investigadoras vascas del futuro, dentro de 2.000 años, al excavar los restos del presente.