Periodista / Kazetaria
Entrevue
Jorge Riechmann
Filósofo y ecologista

«El desarrollo sostenible ha debilitado la visión radical del ecologismo»

Jorge Riechmann (Madrid, 1962) es filósofo, ecologista, matemático y una de las voces más respetadas del ecosocialismo, con más de 70 ensayos publicados, el último ‘Balando encadenados’ (Ed. Icaria). Además, es poeta, traductor y alguien que no concibe separar la investigación de la militancia.

Jorge Riechmann.
Jorge Riechmann. (Gorka CASTILLO)

El filósofo y ecologista Jorge Riechmann asegura que «cuando hay un horizonte de posible extinción humana a lo mejor ha llegado el momento de que los científicos y científicas asuman un papel social mucho más activo». Él está suficientemente involucrado.

En abril del pasado año participó en una protesta pacífica en las escalinatas del Congreso de los Diputados, donde arrojaron un líquido que simulaba sangre. Él era uno de los 15 activistas del colectivo Rebelión Científica arrestados y ahora se enfrenta, como sus compañeros detenidos, a posibles penas de cárcel.

Consciente de la crítica situación climática, Riechmann considera que el avance de paradigmas como el desarrollo sostenible, «una forma de ‘capitalismo verde’ que no nos puede llevar muy lejos», ha debilitado las visiones radicales del movimiento ecologista originario. Por eso, cree que «hemos fracasado, aunque esto no signifique que vayamos a dejar la lucha».

¿De qué les acusan?

El juez de Instrucción considera que hay indicios de un delito por daños al patrimonio histórico y estamos a la espera de conocer la decisión de la Fiscalía. Será entonces cuando los 15 miembros de Rebelión Científica sepamos si hay una acusación formal. El problema es que la resolución de la Fiscalía se está alargando demasiado y eso siempre genera incertidumbre. Ya hemos visto como la ultraderecha judicial va imponiendo una corriente de fondo contra las protestas de los movimientos sociales. 

En Gran Bretaña, dos activistas climáticos han sido condenados a 3 años de cárcel por una acción no violenta. En el Estado francés, el Gobierno de Macron ha aprobado la disolución de la coalición ecologista Soulèvements de la Terre.  ¿Se han convertido en los enemigos del Estado?

Estamos asistiendo a un endurecimiento de la represión y el control en casi todo el mundo. No solo en sus formas obvias (Estados cada vez más autoritarios), sino también en un plano digital que es realmente preocupante. Y recalco lo de inquietante porque estamos normalizando una clase de control social a través de internet que es incomparable con nada de lo que ha existido en el pasado o con lo que ningún dictador jamás ha podido soñar. Somos testigos una militarización creciente, de ese control a través de la ‘pantallización’ del mundo y de reacciones cada vez más represivas a medida que se desarrollan nuevas formas de protesta, por ejemplo, contra el cambio climático.

Parece que el activismo social se ha vuelto cada vez más incómodo para las instituciones del estado. ¿Qué opina?

Esa incomodidad es el resultado de la existencia de cierto déficit democrático. Cuando las instituciones tienen sensación de fragilidad tienden a percibir cualquier tipo de contestación social como algo problemático. Si tuvieran más músculo democrático, no serían vistas con preocupación.

El movimiento ecologista lleva medio siglo proponiendo cambios y denunciando violaciones medioambientales que pocas veces han prosperado. ¿Cree que ha fracasado?

Creo que sí pero con matizaciones. Hay quien dice que si se analiza con perspectiva histórica no puede decirse que hayamos fracasado aunque me resulte una mirada un tanto miope. La lucha ecologista de los 70, por ejemplo, combatió la contaminación y ahí no puede decirse que hayamos triunfado. Cierto es que logramos importantes victorias, como la contención del programa nuclear, pero perdimos la guerra porque el sistema energético sigue siendo completamente insostenible y sus efectos han empeorado (caos climático). Y en la cuestión de la contaminación puede decirse lo mismo: se sigue contaminando, pero hoy la diluimos en espacios más amplios. Cuando en Europa y EEUU vimos que era necesario mitigar las grandes emisiones de azufre que producían las centrales térmicas (que mataban los bosques por lluvia ácida), la primera respuesta fue levantar chimeneas más altas e introducir dispositivos anticontaminación sin cambiar lo esencial de los procesos productivos. Empezamos con la ‘Primavera silenciosa’ de Rachel Carson en 1962 y hemos llegado a otra primavera silenciosa con el uso de biocidas que está provocando el desplome de las poblaciones de aves e insectos a un nivel estremecedor.
 
¿Por qué algunos poderes políticos y económicos menosprecian las aportaciones del movimiento ecologista?

Porque cuando el ecologismo es consecuente cuestiona de forma radical el capitalismo. En los años 70 era aún más claro. Los movimientos antinucleares, por ejemplo, establecieron con nitidez el nexo del sistema con la matriz energética. Y no solo eso. También confrontaron contra sus bases normativas desde un plano más profundo, como cuando cuestionan el antropocentrismo. Pero aquellas visiones radicales empezaron a perder peso en los 80 y 90 ante el avance de paradigmas como el desarrollo sostenible, una forma de ‘capitalismo verde’ que no nos puede llevar muy lejos.
 
¿Echa de menos una mayor implicación de la comunidad científica en la lucha contra el cambio climático?

Sin duda. Por una parte, porque estamos en un momento donde valores básicos de la ciencia como la importancia de la verdad y el respeto por la realidad están siendo cuestionados con más fuerza que nunca. Esto debería interpelar a científicos y científicas. Y por otra parte, porque nos encontramos en una etapa histórica singular por las amenazas a las que estamos haciendo frente. Cuando hay un horizonte de posible extinción humana, no dentro de milenios sino de decenios, a lo mejor ha llegado el momento de que los investigadores asuman un papel social mucho más activo. Tengo la sensación de que hemos ido perdiendo esa gramática de la protesta que una sociedad viva tiene incorporada.

A veces, se habla de «ecofascismo» con poca sutileza porque el término parece una contradicción en sí mismo.

Sí, se habla de ecofascismo cuando se debería hablar de fascismo a secas porque se trata de las reacciones autoritarias que se producen ante las crisis encadenadas que vivimos. Y cuando se tiene conciencia de la extralimitación del planeta, de que hemos ido demasiado lejos en la explotación de los recursos y que ya no hay para todos si no se produce un cambio sistémico, su respuesta es que hay población sobrante y entran en el terreno de las necropolíticas. En los años 60 y 70 hubo corrientes minoritarias de extrema derecha, en Francia por ejemplo, que asumían que la crisis ecológica era real pero que tenía que resolverse de esa forma.

¿Alberga alguna esperanza?

Cultivo lo que llamo esperanza contrafáctica, pues la esperanza es más un hacer que un tener o un estar. Sin saber cuál va a ser el desenlace de estas luchas, no hay que dejar de luchar. Lo que no soy es optimista, pues no tengo confianza en que, sin más, las cosas vayan a salir bien. Así que cultivo una esperanza sin optimismo, por decirlo como Terry Eagleton.