Alessandro Ruta

Érase una vez el Concorde

Se cumplen 20 años del último vuelo de este avión ultrarrápido, totalmente antiecológico pero al mismo tiempo icónico como ningún otro. Un capricho para ricos que, a pesar de todo, mantenía su encanto y que acabó derrotado por sus teóricas fortalezas.

El primer vuelo del Concorde, en 1969.
El primer vuelo del Concorde, en 1969. (Wikimedia Commons)

El mito se acabó de manera triste y casi desapercibida. Corría el 26 de noviembre de 2003, hace ahora veinte años, cuando el avión más rápido de la historia completaba su último viaje: un vuelo comercial, a pesar de haber nacido como medio de transporte turístico. De Londres a Bristol, hora y media o poco más, fue el recorrido que puso fin a la existencia del Concorde, conocido oficialmente con el nombre de Aerospatiale/Bac.

Había sido bautizado así por el presidente de la República francesa, Charles de Gaulle, en 1963. El nombre del Concorde aspiraba en realidad a celebrar «la concordia» alcanzada en esa época concreta de la era de la Guerra Fría, y simbolizaba de alguna forma la eterna lucha del ser humano contra el tiempo. Pero era una batalla que solamente los más ricos se podían permitir dar, esos ricos que a menudo tenían mucha prisa. Su encanto llegaba, con todo, a todos los que no tenían suficiente dinero para «llegar a meta antes de la hora de salida», como rezaba el anuncio publicitario.

Concorde, los números

¿Qué fue el Concorde realmente? ¿Un experimento que acabó mal? ¿Un invento maravilloso que tuvo poca suerte? ¿Algo demasiado de vanguardista? Si lo vemos con los ojos actuales, se trató sin duda de un juguete para millonarios con pretensiones exageradas, un vuelo supersónico que conectaba París o Londres con Nueva York en tres horas y media. Efectivamente, casi llegaba antes de salir.

Algunos números más sobre este avión: despegaba a 400 kilómetros por hora y una vez en el cielo se ponía a 2.170, dos veces más que la velocidad del sonido. Los vuelos normales de hoy día despegan a 300 por hora y mantienen la velocidad de crucero de 1.000 kilómetros por hora. Es decir, la mitad que el Concorde, cuyo objetivo no era sin duda llevar pasajeros a distancias medias, sino de un lado a otro del océano.

La gestión de cada vuelo tenía costes exorbitados, de 150.000 euros por cada hora de viaje y un gasto en gasolina fuera de lo común, que se intentaba justificar con que «la velocidad no es gratis»

 

Hay muchos testimonios de gente que, gracias a este avión, con su parte delantera con forma de pico de pájaro invertida, celebró el primer día del año en dos lugares distintos y en dos continentes distintos, por ejemplo saliendo desde Londres y aterrizando en Estados Unidos. Pagaron por ello una cantidad de dinero que con el cambio de hoy equivaldría a 10.000 euros, mucho más cara que cualquier billete de primera clase. Al final, la gestión de un simple vuelo tenía costes exorbitados: 150.000 euros por cada hora de viaje, y un gasto en gasolina fuera de lo común porque la velocidad «no es gratis».

Aquel accidente decisivo

Eran tres horas y medio de viaje, quizás espectacular, pero según los pasajeros bastante incómodo. Se criticaban un ruido tremendo durante el vuelo y unos asientos colocados en un pasillo estrecho donde resultaba difícil caminar para cualquiera que midiera 1,80. Nada que ver con los minutos anteriores al despegue, con la zona reservada y privada del aeropuerto donde se podía tomar una copa al lado de algún famoso, sentados en sillas proyectadas por el arquitecto Le Corbusier.

A nivel comunicativo, el Concorde era un típico ejemplo de «status symbol», el producto de una serie de estudios en medio de una era en que la ciencia-ficción también tenía un peso importante. No es casualidad que el primer vuelo de prueba de este «misil» fuera el 2 de marzo de 1969 desde Toulouse, en Francia (una de las capitales de la aeronáutica), mientras en las salas de cine todavía brillaban las imágenes de ‘2001, una odisea en el espacio’ de Stanley Kubrick.

Un «status symbol» occidental, claro está, frente al otro avión supersónico proyectado por los soviéticos, que tuvo poquísima suerte. El TU-144 se parecía tanto a su «primo» que muchos lo bautizaron ‘Konkordskyi’. Un tremendo accidente durante una exhibición en el Paris Air Show provocó la muerte instantánea del TU-144, dejando el monopolio de los vuelos ultrarrápidos al Concorde.

El TU-144 soviético se parecía tanto a su «primo» que muchos lo bautizaron ‘Konkordskyi’. El fin de ambos se precipitaría tras sendos accidentes

 

Sin embargo, también para el avión anglo-francés el inicio del fin sería un tremendo accidente, después de décadas de debates sobre su sostenibilidad. El 25 de julio de 2000 un vuelo desplegó desde el aeropuerto Charles de Gaulle de París con uno de los motores en llamas y se precipitó en los campos alrededor de la capital francesa, provocando 113 muertos entre pasajeros y tripulación. Aquella imagen, televisada y fotografiada mil veces, del monstruo supersónico totalmente fuera de control fue la demostración de un proyecto fallido.

 

Una de las culpas irremediables de aquella tragedia era la propia velocidad del avión, que impedía cualquier maniobra de emergencia. Nunca había ocurrido algo parecido, pero para no arriesgar más se decidió finiquitar la historia del Concorde, tres años después. Dejando la huella del mito que, como Ícaro, pensaba ganar a algo que no se podía derrotar.