Funerales de un Estado en modo simulacro
En esa idea que repiten los catalanes de ser «un país normal» –en el sentido de igual al resto–, me parece importante que hagamos funerales de Estado. De un Estado que no existe, lo sabemos, aunque una mayoría de representantes vascos lo tengan como objetivo legítimo pero prohibido. Por eso no somos un país normal, porque no nos dejan.
El lehendakari José Antonio Ardanza ha sido el primero en merecer esta liturgia, y creo que como sociedad nos ha pillado sin entrenar. El contexto electoral y las celebraciones por la Copa del Athletic tampoco ayudan, seguramente.
El protocolo ha ido adquiriendo solemnidad según avanzaban las horas. A rebato, se ha sumado tiempo de cobertura en medios, una mayor relevancia, más testimonios y alabanzas… Los primeros días han destacado los panegíricos del establishment, la cortesía de quienes fueron sus adversarios y algunas voces intentando reproducir debates de los tiempos en los que Ardanza era lehendakari. La batalla del relato no deja de tener eco ni en estas horas tristes. Creo que se ha escenificado un consenso imposible para una figura por definición controvertida, dada la época en la que le tocó gobernar.
Creo que todos y todas deberíamos aprender cosas de este primer ensayo. Comienza un nuevo ciclo político y las cosas deben cambiar. Por ejemplo, el protocolo y la solemnidad institucional deben de perder el aroma partidista que emanan. Solo así podrán generar el vínculo comunitario que comparten quienes pertenecen a un mismo Estado o a una misma nación.