Paul Auster: el fin de una genial ‘casualidad’
Aunque intuíamos que ese inacabado final con que Paul Auster cerraba su última novela, ‘Baumgartner’, significaba más un deseo de no claudicar ante la enfermedad que un convencimiento objetivo, la noticia del fallecimiento del autor estadounidense es la trágica certificación de esa sospecha. Un legado que no se puede separar de la figura de Nueva York, como tampoco de las cabriolas del azar que sublimó como herramienta o unas experiencias biográficas, en función de su ascendencia judía, que han posado sus huellas a lo largo de su obra.
En realidad se trata de solo tres elementos, aunque altamente significativos, que han jalonado una trayectoria de apariencia laberíntica pero que siempre ha ofrecido el reflejo de su idiosincrasia particular. Una identidad que podía jugar al escondite ocultándose en el formato de novela negra o de soflama política; invocar a la ficción para agazapar su rastro íntimo o incluso ponerse tras un pseudónimo, todas diversas encarnaciones, de jugosa recreación, con el fin de estampar su muy distinguible firma. Rúbrica de excelente y original narrativa hasta el punto de consolidarse como una de las grandes figuras, tanto por aptitudes como por repercusión, que ha engendrado en las últimas décadas el ecosistema literario.
Paul Auster ha abandonado, con la satisfacción de poder presumir de obras esenciales como ‘La trilogía de Nueva York’, ‘El palacio de la luna’, ‘Brooklyn follies’ o ‘El libro de las ilusiones’, ese territorio al que definió con trágica ironía como ‘Cancerland’. Deja así ese calvario definido por un escenario de enfermedad al que le dirigió una mala partida en ese continuo lanzamiento de dados con que suele enunciarse la vida humana y que el estadounidense convirtió en una disciplina artística dispuesta a encontrar su sitio en la historia de la literatura.