Mariona Borrull

Lo nuevo de David Cronenberg y el biopic de Donald Trump patinan en Cannes

El equipo de la película de Cronenberg, en la alfombra roja de Cannes.
El equipo de la película de Cronenberg, en la alfombra roja de Cannes. (Antonin THUILLIER | FRANCE PRESSE)

Las películas de animación son una auténtica rareza en la Competencia. Entre las más recientes se cuentan ‘Shrek 2’, ’Vals con Bashir’ o ‘Persépolis’. Solo dos de las películas del Studio Ghibli se han proyectado en las casi ochenta ediciones del Festival de Cannes, incluso tras cincuenta años de producción ininterrumpida. Es comprensible, entonces, que el estudio responsable de clásicos como la oscarizada ‘El viaje de Chihiro’, o la más cercana ‘El cuento de la princesa Kaguya’, haya decidido mandar a recoger el galardón a Goro Miyazaki, hijo de Hayao Miyazaki y, a ojos públicos, el encargado de la diplomacia más protocolaria… O como hemos comprobado esta tarde, el único que aguanta la buena cara.

Hayao Miyazaki y Toshio Suzuki han mandado un vídeo desde Japón. El realizador empezaba, completamente impasivo: «El Festival de Cannes ha decidido concedernos la Palma de Oro de Honor. Normalmente, el Festival concede este premio a una persona, pero este año ha elegido una institución». Suzuki, productor emblemático, le tomaba el testigo: «Por eso estamos preparando este vídeo. Muchas gracias». Y dirigiéndose a Miyazaki: «Tú también puedes dar las gracias». «Hemos mandado a Goro a Cannes», seguía Suzuki, respondido con chascarrillo final del cineasta: «Pobrecillo».

Goro, por su parte, ha bromeado: “Cuando ganamos el Oscar por El chico y la garza nos dieron la estatuilla sin embalar, por lo que tuvimos de llevarla de regreso envuelta en una toalla del hotel. Me alegra que esta Palma sí venga bien empaquetada”. En fin, ante decisiones insólitas doble ración de humor.

El biopic de Ali Abbasi sobre Donald Trump

Apenas un respiro después del culmen de los biopics «reales como la vida misma», donde actores ganaban fama imitando a estrellas anteriores, Ali Abbasi, uno de los creadores más agudos del cine iraní contemporáneo tras Holy Spider y Border (ganadora de Un Certain Regard), ha decidido probar suerte en el género. Su mano derecha será Sebastian Stan, mientras su retratado tiene la cara naranja y lleva peluquín. En ‘The Apprentice’ seguiremos de forma clasiquísima la evolución de Donald Trump desde sus inicios hasta la previa a su candidatura a la presidencia, ilustrando con la interesada amistad que tuvo con Roy Cohn (Jeremy Strong) el poder inquietante del no admitir nunca la derrota. Ante una imitación algo extravagante pero poco original del «Robert Redford de pega”» sí cabe destacar el acercamiento casi documental de la cámara de Abbasi, granulosa, amarillenta y fea como el interior de cualquiera de los hoteles que volvieron al monstruo, magnate.

David Cronenberg hace la cucharita con sus fantasmas

El silencio espectral que hoy acompañaba la nueva película del canadiense sólo puede explicarse mirando atrás, a las puertas abiertas por el maestro del body horror y del nuevo-neonoir norteamericano. El año pasado David Cronenberg presentaba en Competición Crímenes del futuro, una promesa de regreso a la pureza de sus delicias en clave de terror corporal que, aunque entregó alguna que otra imagen pesadillesca, era aún demasiado intelectualizada, lenta y obtusa para superar el listón de las críticas mixtas. La película acababa por no ser más que un puñado de buenas ideas que no iban con nadie.

Para ‘The Shrouds’ («las mortajas») su apuesta ha sido decididamente más personal: Vincent Cassel se disfraza con bastante precisión del cineasta para abordar la posibilidad del luto en tiempos de hipervisibilidad (la esposa de Cronenberg murió de cáncer en 2017)… Si una lectura en clave personal da vuelos a esta nueva intentona, bienvenida sea. Cassel es Karsch, inventor de un sistema de lápidas que permiten contemplar la degradación de los cuerpos que guardan. Incapaz de superar la muerte de su mujer (Diane Kruger), embrollado en un péndulo enfermizo entre la fantasía y la paranoia, Karsch encontrará sólo malas compañías con las que tener larguísimos –interminables, lo juro–, puestos en escena con tal seriedad que rayan la autoparodia.