Si el sur de Italia pudiese ser representado por un nombre de persona seguramente sería Totó, que se aplica como mote, en realidad, a dos nombres típicos del Mezzogiorno transalpino: Antonio y Salvatore.
Y Salvatore se llamaba Schillaci, un futbolista cuya trayectoria ha rozado el cuento y la magia, y que ha muerto este miércoles con apenas 59 años, por un cáncer. Desde el verano de 1990, Totó Schillaci, casi una palabra sola todo unido como Gigirriva (otro gran delantero italiano fallecido en este 2024), había entrado en aquellas páginas del mito que el fútbol sabe todavía escribir
El Mundial de Italia 90 fue en sí mismo quizás el más icónico desde todos los puntos de vista, salvo el futbolístico. Partidos aburridos, es verdad, pero fue el último con Unión Soviética, Yugoslavia y Alemania Federal; también el último con dos cambios durante los partidos; y nunca más hubo la posibilidad de ceder el balón el portero con los pies. Fue la Copa de Roger Milla, eterno delantero de Camerún. Pero fue, sobre todo, el Mundial de Salvatore Schillaci, para todos Totó, pichichi de aquel torneo gracias a sus 6 tantos en un equipo italiano que acabó derrotado en semifinales por la Argentina de Diego Armando Maradona.
La historia de Schillaci es resumible con una expresión inglesa llamada ‘One hit wonder’, es decir, la de una persona que encuentra su apogeo en un periodo muy breve y luego desaparece dejando huellas inolvidables.
Entre junio y julio de aquel año, de aquel verano de las «noches mágicas» inmortalizadas por las letras del himno oficial del Mundial, Schillaci se convirtió en un Rey Mida de manual, además saliendo de un contexto no exactamente digno de un noble.
Schillaci, de la miseria a la Juventus
Totó había nacido en 1964 en uno de los rincones más pobres dentro de un contexto ya de por sí paupérrimo: Palermo, el barrio Cep, donde el día a día es, simplemente, la miseria. La cotidianidad, sobrevivir y buscarse la vida, con el analfabetismo y la suciedad como compañía habitual.
Schillaci tenía otros cuatro hermanos dentro de una familia en que el único que trabajaba era el padre, albañil. El mismo Totó, después de haber dejado la escuela encontró un sitio en un taller que arreglaba neumáticos. Durante toda su vida de futbolista, el coro que le hacían los hinchas rivales sería ya «Totó Schillaci, ruba le gomme», «Totó Schillaci, roba los neumáticos».
Tiempo libre, poco, y casi todo dedicado al fútbol en las calles polvorientas del barrio donde solamente uno entre mil, más o menos, podía pensar en llegar al máximo nivel.
La Juve iba fichando a jóvenes del sur para que los obreros de la Fiat pudieran familiarse con la plantilla: de Furino a Causio, de Anastasi a Cuccureddu, de Gentile a Brio... y así llegó también Schillaci
Sin tener nada de predestinado, Salvatore se conformaba con ser el más brillante del equipo de su zona, el Amat, soñando tal vez con la camiseta de la Juventus, club del norte que iba fichando a unos cuantos jóvenes del sur para que los obreros de la Fiat pudiesen familiarizarse con la plantilla de la Vecchia Signora. De Furino a Causio, de Anastasi a Cuccureddu, de Gentile a Brio, la Juventus tenía en su grupo gente de Sicilia, Puglia y Cerdeña, las zonas pobres del Belpaese. Y para estos chavales era la única forma de salir de un entorno, el sur de Italia, donde el deporte en general era algo imposible.
En Sicilia hubo un club que se interesó a Totó y a su hermano Maurizio (actualmente sin techo en Palermo): el Messina, de tercera división. La familia se frotó las manos viendo dos bocas y dos estómagos salir de casa y para Salvatore, sobre todo, empezaría un ascenso formidable: siete temporadas en Messina, promoción en la segunda división y avalancha de goles, hasta 23 en 1989. Iniciado como extremo, había sido convertido en delantero centro por Zdenek Zeman, entrenador checo famoso por su juego ultraofensivo.
Ahí la Juventus se dio cuenta de que se podía fichar a otro chaval del sur, el pichichi de la Serie B, para insertarlo en un vestuario de pesos pesados y con un entrenador como Dino Zoff, genio y figura del calcio. En su primera temporada en bianconero Schillaci simplemente arrasó, ganando la Copa Italia y la Copa UEFA. Solo le faltaba entrar en el circuito de la selección, donde nadie le había nunca hecho caso.
Seis goles «sin sentido»
Marzo 1990, primera convocatoria para Schillaci en la selección italiana, que por aquellos tiempos tenía abundancia de delanteros: Vialli, Mancini, Baggio, Serena y Carnevale. El seleccionador Azeglio Vicini, hombre de la vieja escuela, viendo a los números de Totó se dio cuenta de que el siciliano estaba en forma absoluta y le hizo un hueco para el Mundial de Italia 90, en plan «último recurso».
Resultó que en el primer partido de la competición Schillaci entró contra Austria en el minuto 75 por Carnevale y después de solo tres minutos anotó de cabeza entre dos defensas que medían 20 centímetros más que él. Y entonces alguien en Italia empezó a pensar que los milagros en las copas del mundo pueden ocurrir: como con Paolo Rossi en 1982, solo un fantasma hasta llegar al Mundial del «naranjito» y luego pichichi y campeón.
Parecía tener un imán en la cabeza o en los pies: otro cabezazo contra Checoslovaquia, un zurdazo contra Uruguay, uno cayéndose casi contra Eire y un gol prácticamente involuntario a Argentina
Aquello contra Austria fue el primero de seis goles «sin sentido», donde Schillaci parecía tener un imán en la cabeza o en los pies: otro cabezazo contra Checoslovaquia, un zurdazo contra Uruguay, uno cayéndose casi contra Eire y finalmente en la semifinal contra Argentina un remate involuntario después de haberse equivocado con el otro pie.
Italia cayó eliminada pero pudo darle a Schillaci la última sonrisa, hacerle ganar el titulo de pichichi gracias al penalti anotado en la final para el tercer puesto contra Inglaterra, que Roberto Baggio, futuro compañero en la Juventus, le dejó tirar.
El rescate social y deportivo del chaval del sur más sureño, en una plantilla donde compartía la delantera con el burgués acomodado Vialli, el casi-analfabeto Schillaci que se había librado del infierno de los suburbios, llegó a su cumbre y prácticamente enseguida desapareció.
Llegarían años difíciles y una fuga a Japón, tres temporadas en el Jubilo Iwata: fue uno de los primeros europeos en ir a la liga asiática. Y ya en 1997 la retirada deportiva, casi entre el silencio de los medios que se habían olvidado de él.
Quedaba el recuerdo de los hinchas de toda Italia, de aquel mes imposible de replicar, el sueño de un Totó campeón del mundo con su mirada ingenua y sus celebraciones de pura felicidad: «Che culo hai!», según las anécdotas de aquellos días es la frase que le dijo ‘El Principe’ Giannini después del gol contra Argentina, viendo que cada balón tocado por su compañero, voluntariamente o no, acababa en las redes. «Qué suerte» tenía Schillaci, qué magia provocaba.
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