Aster Navas
Profe de Lengua

Adrede

Resulta paradójico cómo muchas instituciones, en su afán por perpetuarse, acaban tirando, con una precisión insuperable, piedras contra su propio tejado

«Ostras». Se ha puesto de moda decir «ostras». Todo hijo de vecino dice «ostras». Y el caso es que la muletilla tiene su punto; la pronuncias y te quitas de encima veinte años. Porque hay términos con efecto antiedad. Dices rozando la jubilación «ostras» y te vuelves un adolescente como mi querido Andrés.

«Me llamo Andrés y me apellido Estudia». Así comienza “Nunca seré tu héroe” de María Menéndez Ponte, una lectura que recomendaba a mis alumnos y alumnas allá por los noventa.

No, la novela no ha resistido el paso del tiempo pero, al llegar estas fechas, el pobre Andrés me viene indefectiblemente a la cabeza casi a diario; «Estudia, Andrés».

No sé en qué momento se fue todo al carajo; en la escuela, quiero decir. A fin de cuentas, enseñar o aprender algo debería generar entusiasmo. Al institucionalizarlo, ese proceso, en principio apasionante, se acaba convirtiendo, especialmente estos meses, en examen; en horas, semanas de enclaustramiento, en notas de corte para entrar en una facultad o en otra que obsesionan y estresan a chavales que apenas tienen diecisiete años; en broncas familiares, docudramas en los días de reclamaciones en los institutos, en miles de adolescentes que se apellidan Estudia: Unax Estudia, Naroa Estudia, Koldo Ikasi, Ikasi, Zuhaitz. Miles de quinceañeros emparentados por ese patronímico y por esa presión académica difícil de comprender: como si a estas alturas de la película sus profes no tuviéramos ya los suficientes indicadores de evaluación, de logro y tuviéramos la necesidad de ponernos estupendos.

Y mira que allá por octubre habíamos quedado en funcionar por competencias y en nuestras programaciones hablamos de trabajar por proyectos, de aprendizaje significativo, de rúbricas… No sé en qué momento hemos perdido el rumbo y ese punto de encuentro que es el aula se ha convertido en una ITV, en un juicio en ocasiones sumarísimo, donde el aprendizaje no es real sino «fingido». Así lo llama Salvador Rodríguez Ojaos, autor de «La educación que deja huellas y no cicatrices» y de posts muy recomendables como «El niño que quería aprender pero tenía que aprobar», «siete exámenes en una semana: ¿evaluamos?», «Evaluar para aprender no para juzgar», «Aprender de verdad, enseñar de verdad».

Resulta paradójico cómo muchas instituciones, en su afán por perpetuarse, acaban tirando, con una precisión insuperable, piedras contra su propio tejado: ahí tienen los desvelos de la monarquía por conseguir el regreso de la República: no repara en gastos ni en aviones, ni en veleros; ahí tenemos a la Iglesia defendiendo lo indefendible...

Sería muy duro que la Escuela, la Educación, siguiera el mismo derrotero y acabara con su esencia: la curiosidad, la inquietud. Estos días uno tiene la impresión de que lo acabaremos consiguiendo. «Desde muy niño tuve que abandonar mi educación para ir a la escuela» –decía Bernard Shaw.

También «adrede». Un «adrede» te puede rejuvenecer más que un agujero en los vaqueros. Con un «adrede» te puedes hacer un lifting. Dices un «es que ni adrede» y te conviertes en un quinceañero; como Andrés. Estudia, Andrés. Ikasi, Andrés.

En fin.

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