Ahora les toca a los vascos
La trampa de la transición respecto a las autonomías ha destapado inevitablemente la carta imperialista de los dirigentes españoles, ya hartos de apostar a la pequeña, o lo que es igual, a la «democracia» para salir adelante.
Ante todo hay que fijar con exactitud el marco del pensamiento para evitar su inconcreción. Se trata de hablar seriamente de democracia y no de introducirse en ella fraudulentamente. En principio democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, pero «pueblo» es un logión muy tornadizo, capaz de múltiples huéspedes. En la Edad Media pueblo eran los ciudadanos normalmente reunidos en los estamentos artesanos o calificados por ciertos oficios. Lo demás era aristocracia o campesinos serviles. En la Edad Moderna el pueblo está representado por ciertos niveles urbanos y cosmopolitas que dominan a la masa trabajadora de base y al ámbito rural. Luego la democracia, que se define cómodamente como el gobierno del pueblo por el pueblo, es democracia inserviblemente multívoca y su invocación suele constituir –sobre todo en momentos como estos– un recurso para solidificar y justificar un poder concreto en manos de una clase determinada. Democracia es hoy la palabra con que se protege una estructura poblada de dictaduras de hecho que han retrogradado todo progreso de sustancia popular en lo político y lo económico. Así es que, ante la crisis generalizada que destruye la vida «de los más» hablar de democracia recurriendo a su contenido estrictamente lingüístico es hablar una vez más, confusa y arteramente, del dominante. La democracia de que hablan los capitalistas es «su» democracia. No nos engañemos.
Si queremos superar la explotación de la masa, masa inmensa y despojada, hay que hablar no de democracia sino de libertades. Los ingleses, que nunca hablaron seriamente de democracia, tienen claro que su sociedad es un «sistema» en cuyo seno, y para su sostén, funcionan libertades diversas en diferentes campos de acción; ni siquiera se refieren a la libertad como expresión uniforme y trascendente. La libertad es, pues, lo que cabe analizar como derecho básico tanto en lo político como en lo social, ya que la libertad contiene y permite necesariamente la expresión digna de la identidad de cada cual y su correspondiente contenido soberano para adecuar a la verdadera personalidad del ser legislaciones y procederes. Si la libertad no es observada desde tal plano la libertad se convierte en una expresión contradictoria «in re», esto es, en si misma.
En conclusión primera, hay que investigar, por tanto, si somos libres para buscar caminos satisfactorios ante quienes nos niegan esos caminos, imponiéndonos su jerarquía de dominio. ¿Somos libres los que formamos la cimentación silenciosa y enterrada de toda la estructura de funcionamiento aéreo del modelo capitalista, que cubre sus abusos absolviéndolos como «democracia»?
Origen de lo que acabo de escribir: el discurso pronunciado ante el Parlamento vasco por el Sr. Alonso, virrey «in pectore» del Madrid «popular» en Euskadi. Fue un discurso áspero, dominante, despreciativo propio del que está harto de quienes reclaman la libertad vasca ante la «libertad» que él aprecia. En esa intervención no cabía siquiera la «democracia» que él dice representar. En boca del Sr. Alonso eso «del pueblo por el pueblo» se esfumó ante la rebeldía, por otra parte tan difusa y hasta connivente en casos frecuentes, del lehendakari actual, que fue bamboleado en su vasquidad inevitable. A mí la irritación del Sr. Alonso me recordó la irritación condensada en los últimos mensajes del rey de España sobre la unidad de la «patria». Si el Sr. Alonso hubiera vestido uniforme militar y en su cuello colgara el Toisón de Oro, la sensación de poder «real» que transmitía era profunda y absoluta.
La voluntad de libertad o, mejor aún, de libertades, que trasuda la lucha enconada de los catalanes parece que navega con nuevas velas desplegadas en Euskadi, hasta ahora y en el curso de la actual legislatura, dirigida según una carta de ruta muy preocupada por la posible tempestad. Pues bien, Euskadi ha sido desafiado abierta y despreciativamente por la «democrática» política madrileña, y digo madrileña porque una vez más los partidos españoles se han sentido tribus agavilladas con urgencia en el kilómetro cero por un viriatismo colectivo y vigilante que de inmediato ha mostrado su entraña antiliberal al darse cuenta, como señala Otegi, que la trampa de la transición respecto a las autonomías ha destapado inevitablemente la carta imperialista de los dirigentes españoles, ya hartos de apostar a la pequeña, o lo que es igual, a la «democracia» para salir adelante. Como dijo un español bien armado «¿democracia, para qué?». Porque esta es la situación: hay que elegir, en el juego de ser, entre la «democracia» española que custodia los grilletes centralistas o las libertades populares exigidas en la tierra nacionalista de Catalunya y Euskadi. Vascos y catalanes, ¡hagan juego!
Insisto, dejemos de hablar de democracia, Sres. Rajoy, Sánchez y Rivera –ese joven acostumbrado a los «faroles» democráticos– y hablemos, aún más allá de la libertad en su expresión metafísica, de las libertades constituyentes de esa realidad que llamamos nación y que contiene un conjunto de vectores que van de la lengua hasta la óptica de la propia alma.
El Sr. Alonso, que es hombre de frontera y dominación, sabe que España ha llegado irretornablemente a la frontera de los pueblos que quieren serlo con todos sus atributos. Desde el más allá se seguía oyendo la voz tonante del Fraga dómine constitucional: «¡La calle es mía!». Sólo que esa voz ha cambiado de emisor. Los vascos y los catalanes que pasean esa calle han arrebatado el grito a los absolutistas y han decidido también su «¡Plus Ultra!». No sé cuándo llegará el mundo de las libertades –carecemos de tantas…– pero sí sé con la fe del hombre libre que a pesar de toda suerte de batallas perdidas la victoria siempre acaba por emerger en el campo de los tercos. Sólo hace falta para conseguir ese triunfo no confundir la teología con el catecismo. Madrid es un provecto poder catequístico incluyendo las penitencias necesarias, entre ellas ayunos continuados para ser un buen español. Ayunos, si se me permite el suspiro mientras mi alma corre a la revolución –que en mí es pequeña de medios, pero cachonda como los bailes de Iceta– ayunos, repito, que no observa el Sr. Rivera en sus almuerzos con los empresarios poderosos que le usan mientras sea el berbiquí necesario para hacer agujeros en la voluntad popular: ¡Hala muchacho, tuyo es el poder y la gloria! Luego, le expulsarán hacia la banca. Expulsión que no está nada mal. Al fin y al cabo «un bel morir tutta la vita onora». Lo que quizá es sensible para muchos de sus agraces seguidores es que el Mussolini chico dejará viuda, políticamente hablando, en la Catalunya perdida.
El presidente Rajoy está consiguiendo, de la mano de jueces con orillo medieval y de instituciones del «oé-oé», que España quede exánime después de su última verbena colonial. Hubiera sido brillante que España perviviese en un vital escenario de repúblicas confederadas en el marco de unas libertades creadoras de nuevos y necesarios espacios políticos frente al bloque de corsarios globalizadores. Pero España nació desgraciadamente para concluir su aventura vital con la frase del Don Luis del “Tenorio” cuando se lamentó ante el Don Juan destructor de amores: «Yo la amaba. Sí./ Mas con lo que habéis osado/ imposible la habéis dejado/ para vos y para mí». Es algo más que un ripio. ¡Qué temporada de gallegos!