Aster Navas
Director de Burdinibarra BHI

Ama ha vuelto

Un sistema de salud mínimamente ético debería garantizar recursos de todo tipo para una convalecencia o un final de vida lo más dignos posibles y, sobre todo, no debería dejar bajo ningún concepto a los más vulnerables en manos privadas

Es curiosa la palabra «vulnerable». Sería difícil encontrar otra tan esbelta fonéticamente –prueben a pronunciarla– y que, sin embargo, esconda la fragilidad de un cristal. Algo muy similar ocurre con «incertidumbre»; otro término que es pura delicatessen acústica y en el que, paradójicamente, se agazapa una ansiedad densa, una angustia difícil de torear.

Ciertos acontecimientos de estas últimas semanas me han llevado a esta reflexión tan peregrina y a un par de certezas a cual más descorazonadora: la primera es que somos pura química; la segunda es que no se debe subestimar el efecto dominó.

Me explico.

Ama sufrió a mitad del mes pasado una hiponatremia; un bajonazo de sodio que a punto ha estado de demenciarla y de demenciarnos a todos los que hemos estado a su lado. Ese tipo de alteración le provocó una encefalopatía que la ha hecho desvariar y delirar durante días. Ha llegado a ver llover dentro de la habitación del hospital.

Cuando le dieron, de un día para otro, el alta, con muy mal pronóstico, la situación era –o así la interpretamos al menos– inmanejable y decidimos llevarla a una residencia. Siguió unos días en un mundo paralelo del que, imprevisiblemente, ha ido regresando: una mañana dio muestras de una relativa lucidez y volvimos a casa, donde el último empujón, el emocional, parece estar funcionando.

Hasta aquí la peripecia personal; vayamos ahora con lo que, gracias a esta experiencia y alguna documentación, he comprobado y que hasta este verano solo intuía:

–Resulta evidente, para empezar, que la atención sanitaria, especialmente la primaria, se ha precarizado peligrosamente: por lo que ahora sabemos, un suministro mucho más preciso del oxígeno que se le había pautado a nuestra madre, hubiera evitado este desastre.

–Para terminar y, por lo que hemos vivido, la excesiva celeridad de ciertas altas hospitalarias, abocan a las familias de muchos ancianos a renunciar a atenderlos en sus propios domicilios pues en cuestión de días pierden autonomía.

Un sistema de salud mínimamente ético debería garantizar recursos de todo tipo para una convalecencia o un final de vida lo más dignos posibles y, sobre todo, no debería dejar bajo ningún concepto a los más vulnerables en manos privadas: con una población muy envejecida, el enorme nicho de negocio, el trozo de tarta pervierte cualquier gestión delegada. Basta escuchar a José Augusto Rosa, presidente de la Sociedad de Geriatría: «Hemos permitido que las residencias sean un negocio inmobiliario».

A muchas residencias –no quiero generalizar– solo les salva el factor humano: la implicación de sus trabajadores, completamente desbordados. El covid que las puso en evidencia (les recomiendo un conmovedor artículo de Josep Catá Figúls que les ayudará a hacer memoria) es ahora el argumento perfecto para un mayor hermetismo y una menor transparencia hacia las familias que solo consiguen hacerse oír a través de plataformas como Babestu.

La indulgencia, incluso la connivencia, con que se ha tolerado este despropósito se puede considerar negligencia tras lo vivido durante la pandemia y el recuento de fallecidos: la Administración no ha movido un solo músculo como tampoco lo movió en los conflictos laborales que llevaban años relacionando ratio y calidad asistencial.

Si quieren rascar un poco más y no quedarse en la superficie les sugiero un riguroso reportaje de María Fernández, “Residencias de mayores: un negocio en cuestión que factura 4.500 millones”. En paralelo han surgido startups que reinventan –o quizá recuperan– la figura del cuidador dentro del hogar y, sobre todo, dan tranquilidad administrativa a sus clientes. Se trata de propuestas como las de Cuideo, Aiudo o Joyners que van abriendo un hueco financiero cada vez mayor pero que, al menos, profesionalizan a sus trabajadores. Porque esa es otra: la asistencia a los más vulnerables resulta para muchos prohibitiva y muchas de las relaciones laborales que se pueden permitir pertenecen al ámbito de la economía sumergida y se mantienen, en un equilibrio muy inestable, sobre la cuerda floja de la inmigración y las RGI.

En el fondo –reconozcámoslo– lo que hay detrás de todo esto es, aparte de intereses lucrativos, una sociedad que necesita confinar la vejez. Como dice la socióloga Pilar Escario, en “La vejez estaba ahí”, un esclarecedor cronograma sobre la manera de entender esa etapa de la vida a lo largo de la historia, «la distancia que separa a la sociedad de sus mayores no es solamente física sino moral».

El caso es que ama ha vuelto.

En fin.

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