Aster Navas

Captura de pantalla

Domingo. En una cafetería me piden el pasaporte covid. En el móvil atestado de archivos, de imágenes y con un 10% de batería me cuesta encontrarlo.

Lunes. A la salida del metro tropiezo con un árbol de Navidad. Las bolas y el espumillón sólo comienzan a dos metros largos del suelo. El abeto disimula; finge estar cargado de ilusión pero se sostiene sobre la desconfianza. Hay un mensaje tan subliminal como terrible en el que el ayuntamiento parece no haber reparado: «hay mucho desaprensivo», dicen, aseguran, casi se disculpan las ramas desnudas que quedan al alcance de la mano.

Martes. Ojeo y hojeo en una librería una colección de relatos de Juan Bonilla, «Una manada de ñues». No, no se me ocurre mejor título para lo que estamos viviendo; como sociedad y como individuos.

¿Se lo envuelvo para regalo? me pregunta la dependienta. Me escucho decirla que sí, aunque el volumen es para mí; descolocado quizá –me doy cuenta– por ese «usted» que no, no me esperaba en absoluto.

Al llegar a casa me detengo más de lo acostumbrado frente al espejo.

Miércoles. Me dice mi mujer que para la cena de Nochebuena con mis suegros nos haremos una prueba de antígenos; lo dice así, en primera persona del plural. No es un «deberíamos hacernos», «sería conveniente que nos hiciéramos»: recabando al menos, ya saben, mi conformidad, mi disposición, mi aquiescencia.

De repente me angustia la posibilidad de dar positivo, las horas al teléfono, el abandono administrativo, la incertidumbre que nos anegaría, el más que seguro confinamiento, el efecto dominó, la voz –por fin– cansada de los rastreadores.

Noto que, ante mi falta de respuesta, mi mujer me mira con desconfianza, que la miro con desconfianza, que nos miramos con desconfianza. «Porque... ¿no tienes síntomas, verdad?».
«No, no» aseguró acompañándolo con movimientos exagerados, espasmódicos, de cabeza.

«En absoluto», afirmo –o quizás niego– sin convencimiento.
Jueves. Leo enTwitter una frase de Rudyard Kipling: «Éramos felices y además lo sabíamos». Le doy una vuelta a las palabras del autor de "El libro de la selva": «y no lo sabíamos».

Por la noche nuestro hijo se carga repentinamente de mocos. –Le pasa cada dos por tres y la congestión le suele desaparecer a las pocas horas –pienso, me tranquilizo,me digo mientras se suena sin parar y por la tele aventuran que ómicron cursa como un resfriado.

Le proponemos que se tome un paracetamol. Dice que no. Me lo tomo yo. De 650.

Viernes. Una hora antes de la cena nos hacemos el test de antígenos que casi hemos conseguido de contrabando. Montamos el laboratorio en el baño: hisopo, líquido reactivo... Miramos la plaqueta como quien espera un veredicto. Hay un silencio tan angustioso como ridículo.

Sí, negativo.

Sábado. Me duermo pensando que ya podría creerme cualquier cosa; una invasión extraterrestre me parece, al menos esta madrugada, completamente plausible, verosímil; incluso necesaria.

Me repite –ligeramente– la lubina.

Domingo. En una cafetería me piden el pasaporte covid. En el móvil atestado de archivos, de imágenes y con un 10% de batería me cuesta encontrarlo. Un cliente millenial me sugiere que para la próxima vez haga, como él, una captura de pantalla; una señora me dice que es mejor llevarlo en papel. «Plastificado» añade agitando a pie de barra su salvoconducto. El camarero se impacienta sin llegar a perder la cortesía pero mirándome ya con cierto recelo: «déjelo, caballero, por esta vez pero...».

Lo encuentro finalmente en Descargas, repetido cinco veces; seis.

El cortado está ya tibio; casi frío.

Alcanzo aturdido la calle. Es todo tan insólito, tan inaudito. Si al menos hiciera frío... dieciocho grados marca el luminoso de una farmacia.

En fin.

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