Juan Gorostidi Berrondo

Comulgando con piedras de molino

Los compañeros de clero del pederasta Juan Kruz Mendizabal se han manifestado muy afectados por el caso, quejándose de su «sobreexposición mediática». Resultan elocuentes las palabras del teólogo Joxe Arregi: «Me siento muy cerca de Kakux. Profundamente cerca… Y además está lo que ha significado y significa para la Iglesia guipuzcoana. Y todo lo que ha hecho por ella. Me conmueve, me da infinita pena, imaginarlo en lo más oscuro del abismo. Él y su madre y sus amigos más cercanos. Me pongo en su lugar. Yo no soy mejor que él. Eso leo en el Evangelio de Jesús».

Pero conviene situar los hechos en el contexto de la historia reciente de la Iglesia Católica. Puede ayudar en ello la revisión de películas recientes de amplia difusión o el documental de TV3 catalana "Els internats de la por" (“Los internados del miedo”). He vuelto estos días a la irlandesa Los niños de San Judas (2003), la chilena "El Club" y la norteamericana "Spotlight", ambas de 2015. La irlandesa se basa en la historia real de los reformatorios católicos vigentes hasta 1985; la chilena recrea una «casa de retiro» para curas acusados de delitos graves (asesinatos, bebés robados, pederastia…), y la norteamericana reconstruye la famosa investigación del "Boston Globe" publicada en 2002 que desencadenó una cascada mundial de acusaciones y el replanteamiento de la política católica ante la envergadura de las denuncias. En todas se muestra a víctimas y perpetradores, y no resulta nada difícil identificar sus actitudes y declaraciones con las escuchadas entre nosotros la pasada semana: un niño forzado lo es en cualquier latitud, y el perfil de los clérigos se identifica claramente en nuestro «mundo católico».

La iglesia guipuzcoana ha hablado tras años de silencio en el momento en que algunas víctimas han expuesto sus casos públicamente. Esto obedece justamente al cambio de la política eclesial tras la «pésima gestión» del caso "Spotlight". Han comprendido que conviene saturar los medios con sus declaraciones para minimizar en lo posible el efecto de las declaraciones de las víctimas. El primer comunicado del obispado guipuzcoano antepone siempre la palabra «reverendo» al nombre del cura que ya ha sido condenado por ellos mismos, y utiliza el lenguaje alambicado e intimidante de los juristas eclesiales: «…siguiendo ritualmente el protocolo canónico establecido para tratar estos casos, creó todas las condiciones jurídicas materiales y procesales para que...». O «...declaración de culpabilidad del reo y la imposición a este de diversas penas expiatorias ex cann. 1336-1338 CIC y de otras medidas administrativas y disciplinares». En resumen, manifiesta su pena y solidaridad con las víctimas y pide perdón –ego me absolvo…–, pero también su solidaridad con el desdichado reverendo. El final del texto lleva la marca inconfundible del lenguaje eclesial: «Esta Iglesia particular, en comunión con el Sucesor de Pedro, el Papa Francisco y unida fraternalmente con su Obispo José Ignacio, eleva desde la fragilidad una oración confiada al Señor, implorando con confianza los dones de la justicia, el perdón misericordioso y la paz».

Pero el obispo Munilla tuvo que tomar la iniciativa ante la publicación de un nuevo testimonio («los hechos se han precipitado») y compareció dos días después ante los medios para leer un nuevo comunicado. En él nos explica lo buena que es la verdad para todos y que «estamos ante un problema del que no está exento nadie» para subrayar, a continuación que la Iglesia dispone de su propio sistema judicial «para establecer penas que priven a los fieles de cualquier bien espiritual o temporal (can. 1312 §2 CIC)», y que dicho sistema se encuentra «entre los más severos en comparación con otras regulaciones penales». En este caso, el reo condenado por «abuso en grado de tocamientos deshonestos», ha sido condenado a pasar una temporada en un monasterio y a seguir una terapia «psicológica y espiritual». La Iglesia, incluso cuando pide disculpas, no puede evitar hablarnos desde su Autoridad, una autoridad que emana directamente de Dios y de una Comunidad Universal y Eterna. Pero, ¿qué dice nuestro «reverendo presbítero» tras casi un año de condena y tratamiento al ser preguntado por los casos de pederastia? «Quiero decir que la Iglesia no ha abordado de manera adecuada estos casos. No lo sé en Euskal Herria, nosotros no conocemos ningún caso de este tipo, pero en Estados Unidos intentaron solucionar el problema con dinero. La consecuencia ha sido que no se ha arreglado nada y además la Iglesia se ha quedado sin dinero. Hay que proteger a las familias y acercarse a ellas sin problemas. Hoy en día, la Iglesia y la Justicia están unidas, pero no hay resquicio para la cooperación».

Obviamente, el cura que habla así tras su juicio y condena lo hace desde el sentimiento de impunidad que le concede la tradicional omertá eclesial pero, ¿por qué no considerar sinceras sus palabras? El cura pederasta que se enfrenta a las preguntas del jesuita que ha sido enviado por sus superiores a su retiro en la película "El Club" parece hablar sinceramente: «He experimentado la luz divina en el sexo más abyecto y profundo» o «usted y yo estamos condenados a ser cuerpos deshonestos». El psicólogo experto consultado en "Spotlight" afirma que el perfil del clero católico es perfectamente reconocible desde la psiquiatría; que se calcula que la mitad mantiene relaciones sexuales y que un 6% son pedófilos. En cuanto a las víctimas elegidas, también es reconocible su perfil: pobres, desprotegidos, de familias debilitadas…

Los escándalos de Irlanda y Boston son los que mayor repercusión mediática han tenido en las últimas décadas. Los del país más católico del norte europeo resultaban tan abundantes y escandalosos que el gobierno se vio obligado a crear una comisión de investigación que necesitó diez años para redactar su informe. Éste fue publicado en 2008, aceptando las condiciones de la Iglesia católica irlandesa. Entre otras, la de no publicar los nombres de los implicados. El informe habla de 25.000 víctimas; de 400 religiosos y 100 seglares implicados. Tras estas publicaciones, el Vaticano se vio desbordado por las denuncias que siguieron: más de 6.000 en una década, más de 1.000 curas expulsados.

Resulta muy significativo que no se hayan producido investigaciones de esta índole en los países más católicos del sur de Europa y América: una verdadera muestra de nuestra «catolicidad». Sin embargo, cualquiera de cierta edad que haya pasado su infancia y primera juventud en internados o instituciones católicas ha sido testigo de abusos físicos de todo tipo. Y son muchos entre los nacidos a mediados del pasado siglo, sobrevivientes a un sistema de terror en el que intentamos proteger nuestro núcleo más íntimo. Nuestra marca es también fácilmente reconocible: se nos notan las consecuencias de tal esfuerzo, obligados en un medio extremadamente hostil y perverso, a elegir entre los golpes y las agresiones sexuales en las condiciones de vulnerabilidad y soledad propias de nuestras infancias. Cuando lo peor de aquello pasó, veíamos cómo los agresores permanecían impunes.

El País Vasco destaca por su mayor proporción de colegios católicos en relación a otros territorios vecinos. El sistema concertado con el Estado hace que los sueldos de los profesores de dichos colegios sean pagados por el gobierno, entre otras ayudas. No hablaré aquí de los privilegios fiscales o las inmatriculaciones, pues hablamos de otra dimensión, aunque los dos ámbitos estén relacionados. A pesar de ello, para Urkullu el reciente escándalo concierne estrictamente al ámbito eclesiástico –estaba casualmente de visita en el Vaticano cuando fue preguntado–.

Es indudable la influencia y el poder de la Iglesia católica, y el alboroto de los días pasados debería permitirnos fijarnos por un momento en sus raíces e implicaciones: una institución que ha monopolizado secularmente el ministerio del perdón ha creado, en primer lugar, un sistema inmune a cualquier responsabilidad; su grado de impunidad ha sido y es casi absoluto. Es por eso que se muestran tan afectados estos días denunciando el «linchamiento mediático» a que se ven sometidos. Como decía, sus jefes han aprendido de la mala gestión anterior, y utilizan su enorme influencia para imponer su discurso sobre el testimonio de las víctimas. No es casual que el obispo Munilla sea presidente de la Comisión de Comunicaciones Sociales de los obispos europeos. Sus palabras en la homilía del pasado domingo resumen bien su posición: «¡Es profundamente injusto que la entrega de toda una vida a la causa del Evangelio y al servicio de los más necesitados, se vea puesta en cuestión por la sospecha que genera la traición de un compañero!». Llevan décadas de cruzada contra lo que consideran perversiones sexuales, denunciando «la degradación de la sociedad» que permite el divorcio, la homosexualidad, los anticonceptivos o el aborto, en nombre de la defensa del evangelio de Jesús de Nazaret. Pero lo cierto es que en esos textos no se especifica una doctrina sobre dichos temas. Sí se habla, sin embargo, de la pederastia: «Es inevitable que haya escándalos. Pero, ¡ay de quien escandalizara a un niño! Más valiera que atasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar» (Luc. 17, 1-2). No he escuchado de su boca esta cita tan aclaratoria ni una sola vez en estos días, acostumbrados como están a darnos de comulgar con piedras de molino.

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