Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Consumibles

Esta época en que por ahorrar tiempo en las palabras destruimos la belleza de la frase hemos dado en apelar consumibles a los elementos auxiliares que redondean la definición y contribuyen al funcionamiento de muchas cosas. Y así llamamos consumibles a esos complementos que, por ejemplo, son necesarios para lograr que funcione el diabólico ordenador que a la vez tantas expresiones y realidades desordena.

Es consumible el tintero, el papel para imprimir, cualquier vehículo que asista al aparato que, insisto, ayuda un poco al saber y multiplica por un gran multiplicador la estupidez. En cambio los políticos y los zánganos de su colmena hablan de consumidores, en un totum revolutum, cuando tratan de los ciudadanos, sin percatarse de que una cifra creciente de consumidores no son realmente tales, sino que son puramente consumibles, o auxiliares para la riqueza, y en consecuencia no merecen la denominación de ciudadanía ¿O acaso los poderes, desde el gobierno a la banca, no viven de consumir hasta el calcañar a esos ciudadanos, llamados así, repito, aún no poseyendo ya ciudadanía alguna, pues no hay derecho, por elemental que sea, que gocen en plenitud ni bienestar que dignamente disfruten, aunque sea en proporciones homeopáticas? Me dediqué a esta enmarañada reflexión mientras mataba mi tiempo maloyendo el discurso real pronunciado en la apertura del actual periodo legislativo, que ha de llevarnos a una repetida dictadura con el empleo de la Constitución como hacha legal de verdugo.
 
Empecé, pues, por hacerme esta pregunta a fin de aclarar la verdad deformada por un lenguaje enfermo: ¿yo soy consumidor o consumible? Según el rey, al que parece alegrar el gobierno de los consoladores, aumenta el empleo, crecen los salarios, mejoran los servicios, somos más considerados democráticamente y ya se ve el magnífico entreluz que comparten con los reyes magos de Bruselas –que ya no pueden ser ni más reyes ni más magos– los ministros españoles de Economía y Hacienda.

La primera conclusión de mi autointerrogatorio fue que la mentira y falseamiento de datos y noticias desde la presente gobernación –que no gobernanza ¡ay, la Lomce!– se multiplican con un descaro indecoroso para aliviar la tortícolis de un pueblo que sólo puede girar su cabeza hacia la derecha y se ha tornado, además, incapaz de leer con uso de sentido los datos que emiten las mismas agencias públicas acerca del envilecimiento material e intelectual de la vida española.

Leía hace un par o tres de días en la encuesta habitual de la EPA que alrededor del 60% de los españoles padecían en los últimos años una violenta reducción de su patrimonio inmobiliario, lo que evidentemente hay que atribuir a la venta de su casa a los fondos buitres o negocios por el estilo a fin de lograr medios básicos para hacer frente a sus necesidades vitales más primarias o evitar los temidos desahucios. Supongo que el gobierno del Sr. Rajoy maneja este movimiento de la propiedad como prueba de un creciente resurgimiento de los negocios en campo tan esencial para la vida.

Pero la realidad nos pone ante otro drama de igual o superior calibre, que consiste en saber que un tercio de los trabajadores han visto descender sus salarios durante el mandato del avizor pontevedrés, que otro tercio ha subido poco más que un 1% anual en la ya mala retribución de su trabajo y que el tercio último es el único que ha despegado en el marco de las retribuciones si hacemos la cuenta global de que en ese sector de la ciudadanía se alojan los milmillonarios que con una fiscalidad simplemente justa podrían aportar los medios para afirmar las pensiones o reducir los monstruosos recortes en la sanidad pública. Es más, que con esa fiscalidad honestamente correctora no habría necesidad de nuevos impuestos –que llegarán, que llegarán– sobre la población extenuada a fin de llenar las fauces siempre abiertas de Bruselas. La situación es tal que la Sra. Merkel, que practica un brexit encubierto desde su banco central, se permitió elogiar al Sr. Rajoy por proceder con piel de elefante respecto a su pueblo. Esto es, por no hacerle caso. Por lo visto hemos entrado de lleno en la era de los grandes cazadores.

La mentira habitual se ha vuelto además tan torpe que otra agencia pública que observa el desarrollo del empleo ha llegado a decir, sin escándalo alguno que yo sepa, que el aumento del empleo no repercute en el crecimiento de los ingresos estatales por tratarse de empleos temporales y de bajo nivel salarial que no pueden sostener una mínima tributación. Es decir, estamos ante la paradoja de un empleo creciente y de un ingreso fiscal menguante ¡Cómo será la calidad de ese empleo! Tiene razón la Sra. Merkel: los gobernantes españoles poseen piel de elefante, pero curiosamente colmillos de tigre, lo que destaco a fin de llamar la atención de los investigadores de la fauna.

Lo curioso es como ante tan triste y penosa realidad reaparecen los depredadores que acuden al nuevo olor de la muerte política y económica de una nación para arrebañar en sus restos. Con fecha 19 del mes actual leo unas declaraciones que el Sr. González hace a su periódico “El País” en las que acude raudo a salvar a los que aún superviven en la patera española. Permítanme mis lectores una vulgaridad que resume eficazmente la situación: «Eramos pocos y parió la abuela». El Sr. González se pone la gabardina reversible de la política española e indica la primera medida precisa para reflotar este cascajo: es necesaria una economía competitiva que mejore y favorezca la cohesión social ¡Blanco! El Sr. González ha indicado la medicina; ahora hay que encontrar a quien prepare la fórmula magistral en un mundo donde la competitividad está en manos contadas, firmes e inflexibles, que no permiten variación alguna en el Sistema en cuanto a la producción y el comercio. Pero eso no corresponde al mágico prodigioso, que ha declarado repetidas veces que él ya no está «en la batalla». Además él cree en la globalización como lenguaje del siglo XXI. Por lo tanto estima que no basta con más Europa, sino con una mejor Europa. Y para ello hay que llegar «a un nuevo pacto social para el siglo XXI, fundamentado en decir la verdad a la gente» en aspectos como la educación y el sistema de pensiones ¿Decir la verdad, Sr. González? Bueno… Sin embargo mal debe andar la cosa cuando tanta indicación para hacer el nuevo camino con una socialdemocracia para este siglo la corona el antiguo rojo con un esfuerzo «espiritual» digno de una encíclica anticuada: «Hay que compensar nuestra capacidad de exportación con un mayor consumo interno. Si no se hace por ideología, que se haga por racionalidad». Vamos a ver, Sr. González ¿no cree usted que ha perdido la fe en la racionalidad económica y recurre usted, sea dicho con todos los respetos, a organizar viajes a Fátima, a donde, además, podrían ir juntas las Sras. Cospedal y Díaz? Su Majestad ya apuntó, me parece, a ese horizonte cuasirreligioso cuando calificó de «generosidad» la ayuda socialista al Sr. Rajoy para sentarlo de nuevo, más o menos sólidamente, en su poltrona del NO final a las reformas que había prometido, entre otros, al ángel rubio de Ciudadanos. La política española está cobrando tintes de oración agnóstica. Es decir, de oración leída en un breviario encuadernado en piel de elefante. Todo esto produce un sensible asco a los erráticos demócratas que andan o andamos por ahí como tristes perros sin collar. Sí. Sr. González, la vida española necesita la verdad, pero no la suya ni la de sus socialistas «generosos» que reclaman todos los días la fantasiosa «centralidad» para seguir viajando en coche-cama.

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