Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Crecimiento en la miseria

En estos últimos días he dado cien vueltas a un estudio sobre el crecimiento económico de países hoy ya vigorosamente emergentes, como la India o México. El estudio fija sus previsiones para 2050, o sea en un horizonte muy cercano. India dará un salto definido como espectacular, pues ocupará la tercera plaza mundial, y México se situará en el octavo lugar de la lista.

El estudio se basa fundamentalmente en cifras de producción de mercancías e intervención financiera. Y eso es, precisamente, lo que me ha seducido en el informe, hasta preguntarme si las proyecciones descritas no abusan de tales datos sectoriales y están desnudas de otra suerte de consideraciones ¿El crecimiento al que se refiere “The Economist Intelligence Unit” no se vuelca empobrecedoramente en torno a los datos citados de producción y trasiego financiero sin integrarlos y recombinarlos con perfiles como el bienestar generalizado de las masas indias o mexicanas –servicios sociales, sanidad y cultura, vivienda y alimentación, madurez política y convivencial…–, que eso es lo que debe considerarse desarrollo, que es concepto más rico y amplio que el de crecimiento? Hay que tener en cuenta la miseria en que vive actualmente una parte inmensa de los habitantes de ambos países ¿Cabe, pues, esperar que en treinta y cinco años haya cambiado tan radicalmente la forma de vida en los dos países mencionados –es decir, se hayan desarrollado–, a los que el estudio añade, en su complaciente previsión, naciones asimismo asoladas por la pobreza como Indonesia, por ejemplo? No lo creo. Yo estimo que este tipo de informaciones carecen de un sentido exacto de lo que es crecimiento, que no tiene nada que ver, o tiene muy poco, con conceptos como el de desarrollo.

El crecimiento tiene un sentido numérico lineal –se crece en esto o en lo otro: uno, dos, tres…–, en tanto el desarrollo es poliédrico e ideológico: se mejora conjuntamente en las dimensiones más significativas del cuerpo social y tiene por finalidad ennoblecer la existencia. Quizá la crisis más aguda que sufre el mundo consista en el empleo reduccionista del lenguaje. La estadística, herramienta hoy primada, sufre una degradación científica muy aguda, posiblemente por usar su calidad de peso y medida de una forma unilateral y, por tanto, degradada. En el caso que nos ocupa no se puede hablar de desarrollo, sino de simples índices de crecimiento del PIB o del negocio financiero, entre otras dimensiones, en el marco de una miseria evidente. Si la mayoría de los ciudadanos viven mal, un país no se desarrolla por más que mejore su banca o crezca la Bolsa. No hay desarrollo por más que crezcan las inversiones en deuda del Estado o las cifras de la caja bancaria. El desarrollo conlleva, entre otros provechos, nada menos que una redistribución de la riqueza nacional. Un país donde ciertos indicativos crezcan menos puede ser un país con un desarrollo sólido, que está festoneado por la humanidad consiguiente.

Seguramente el futuro de un mundo más igualitario y por tanto más desarrollado socialmente advenga con una mengua o decrecimiento de la inversión especulativa. Soy de los que creen que el futuro desarrollo habrá que conseguirlo con el recorte o radical desaparición de ciertas cumbres de riqueza. En la adversativa de menos crecimiento y más desarrollo radica el aumento de la justicia y la libertad.

Hablar de berzas cuando solamente se tiene en la mano el capacho, que es lo que ha aumentado de volumen en el ámbito mundial presente, no afecta únicamente al discurso económico-financiero, sino a mediciones más estimulantes en otros aspectos básicos de la vida. Un filósofo y sociólogo tan brillante como V. Mezhúiev –introduzco el tema como ejemplo de lo que sostengo– se queja también de otra confusa medición que atañe al desarrollo de la cultura –tan importante para la confortabilidad social– al hacerlo depender del estricto crecimiento del tiempo libre para adquirirla. Este craso error, que podría camuflar una disminución salarial, es sostenido con absoluta elementalidad por numerosos expertos mecanicistas o simplicísimos pragmáticos del mundo occidental, lo que sorprende por cuanto Mezhúiev es intelectual formado en el pensamiento marxista, de cuyo materialismo hablan sus detractores pragmáticos con la vulgar intención de inutilizarlo como motor de progreso. El concepto de materialismo, subrayo de pasada, habrá que revisarlo, ya que hay un materialismo deleznable en el capitalismo y un materialismo espiritualizado en el cristianismo o el comunismo ilustrado. Pero es otro tema.

Mezhúiev dice lo siguiente sobre crecimiento y desarrollo en su obra “La cultura y la historia”: «El tiempo libre, de acuerdo con el concepto de Marx, no es el tiempo libre de la producción, sino el tiempo empleado en la producción del propio hombre… como capital básico de la sociedad… o sea, el tiempo para el desarrollo cabal del individuo». Si el tiempo libre no sirve, pues, para ganar esa cabalidad humana, habremos confundido, una vez más, un crecimiento frívolo del tiempo, inerte en el reloj, con la ganancia de un tiempo invertido en el desarrollo sustancial del ser humano.

Estaremos, por tanto, en este caso, ante un crecimiento simple de horas libres, lo que tantas veces perjudica notablemente más que ayuda al logro de una colectividad satisfecha de sí misma. Es más, esta confusión, desde luego buscada, entre crecimiento del horario libre y la simple ganancia automática de espacio horario para el desarrollo de las mejores dimensiones humanas ha producido fenómenos tan desdichados como la quiebra moral de los medios de información, dirigidos desde el poder hacia el objetivo claro de empobrecer la capacidad crítica de la sociedad. Son medios de información concitados para dar un relieve científico a la desinformación Repito que vivimos horas de ensanchamiento del capacho mientras destruimos su posible y necesario contenido.

La verificación del discurso grandilocuente y hueco acerca del crecimiento como modo cuantitativo, que sirve de diabólico disfraz al fracaso que nos sumerge cada vez más en la miseria, nos sitúa ante un panorama destructor de toda clase de energías nobles para conseguir una aceptable supervivencia. El poder que se administra desde las corporaciones que constituyen el verdadero gobierno del mundo se sirve de este tipo de confusiones conceptuales para lograr dos objetivos despreciables: apropiarse ladinamente del protagonismo de ese crecimiento «enérgico» –hicimos, hemos hecho y haremos; la gran e inicua cascada del verbo hacer– y, tras ello y sobrevenido el repetido e inevitable fracaso, culpar a las masas de ineptitud para manejar el instrumental productivo y financiero que ha sido puesto en sus manos por ese poder corruptamente «desarrollista». ¡Pobres y burlados emprendedores! La inacabable y mortal burbuja dentro de la que se asfixia la sociedad presente es la prueba incontestable de esto que queda sentado en las torcidas contabilidades que el imperio remite a la ensordecida calle que mantiene colonizada. Ciudadanos a los que Ruyard Kipling, testigo de una explotada India que Gandhi no alcanzó a ver verdaderamente liberada, entregó la irónica y cruel frase: «Todo acaba bien al final. Y si no acaba bien es porque no hemos llegado al final». Torpes y además culpables, ese es el gran logro del crecimiento cuyo plano nos desliza el sistema todos los días bajo la puerta, pintarrajeado de «desarrollo», con la lógica correspondiente de que si en África trabajan como negros es porque son negros.

Todos los días andamos otro paso más hacia el inalcanzable final anunciado por Kipling. Solo se libran del emburrio, al menos por ahora, los que se apuntan a un club inglés dedicado a ver la realidad desde distancias siderales, pero…

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