Luis Portillo Pasqual del Riquelme
Doctor en Ciencias Económicas

Criminales y comparsas en Palestina y Sáhara Occidental

No es solo el criminal Netanyahu, sino también −y acaso principalmente− quienes le sostienen, le arman, le financian y alientan su nuevo eufemismo, el «derecho a defenderse». ¿Defenderse, de quién? ¿De media Humanidad? ¿De poblaciones enteras, de refugiados vulnerables, de ancianos, mujeres y niños indefensos? Netanyahu y sus acompañantes basan sus maldades en sus sagradas escrituras, en el supuesto designio divino de «pueblo elegido».

Nos atosigan con la intoxicación engañosa de que nadie es capaz de parar a ese desalmado sediento de sangre, muerte y destrucción. ¡Eso es mentira! Los poderosos del mundo no es que no puedan, es que no solo no quieren hacerlo, sino que les viene muy bien para quitarse enemigos de encima, vender armas a granel, las más potentes y mortíferas de la Historia y, después, lanzarse al fabuloso negocio de la reconstrucción de lo previamente devastado.

Esa gentuza indeseable aplaude con las orejas al criminal Netanyahu en la ONU –la inútil y desacreditada ONU-−, consienten que prosiga y extienda sus guerras de exterminio y, de paso, le llenan las alforjas de miles de millones de dólares antes de coger su avión y regresar a su puesto de mando para continuar con sus matanzas, bendecido por Occidente. La UE, con Úrsula von der Layen a la cabeza, también acudió a echarle una mano.

La cosa viene de lejos, desde que la mala conciencia y el complejo de culpa creasen ex novo un país ficticio, un «hogar» para los judíos a costa de expulsar a los palestinos de la tierra que habitaban: primero, el Imperio Británico con la Declaración Balfour y, después, las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, amañando el asunto en la ONU con su pretendida apariencia de justicia y equidad, de autoridad suprema (de los vencedores, claro).

Justo lo mismo que hace hoy con el Sáhara Occidental el aliado natural –Trump mediante− de Netanyahu, el monarca alauita Mohamed VI de Marruecos: expulsar a los saharauis de su tierra, el Sáhara Occidental, alterando ilegalmente la demografía del territorio okupado –un crimen de guerra más− e inundando con cientos de miles de súbditos marroquíes el territorio saharaui para anexionárselo, por las malas o por las peores. También en esto Occidente guardó un silencio atronador y, desde luego, no adoptó medida eficaz alguna para frenar y castigar al invasor criminal. A fin de cuentas, la reaccionaria monarquía alauita era funcional, muy funcional al Imperio.

Asunto este que trae causa de las maquinaciones de otro sionista poderoso, el entonces secretario de Estado de Estados Unidos –¡siempre los USA por medio!−, Henry Kissinger, con el presidente estadounidense Gerald Ford cuando la Marcha Verde marroquí. La Marcha había sido alentada unos meses antes por el propio Henry, precisamente desde la embajada USA en el Líbano hoy bombardeado por las tropas israelíes. Ambos dos, Henry y Gerald, en comandita en el Despacho Oval de la Casa Blanca, decidieron aparentar que encomendaban a la ONU la gestión de la crisis provocada por la invasión marroquí del Sáhara Occidental; pero eso sí, garantizando que al final de todo el rollo onusiano, el Sáhara Español, se lo quedaría el Marruecos alauita, contribuyendo así a la pretensión fantástica del «Gran Marruecos» expansionista, como hace hoy Netanyahu con los pueblos que lo circundan e incluso más allá.

La connivencia Kissinger-Gerald Ford está perfectamente documentada –con las actas oficiales de las reuniones mantenidas en el Despacho Oval en 1975− por el profesor Jacob Mundy en "Le Monde Diplomatique", algo que nadie ha refutado ni enmendado, ni siquiera los propios yankees intervencionistas en tantos «patios traseros».

Y a esa connivencia USA se añadió la de Juan Carlos de Borbón –sí, el Emérito−, prometiendo protección a los saharauis, como buen mentiroso, al tiempo que enviaba a Washington a su hombre de confianza, Manuel Prado y Colón de Carvajal, con la misión de dar el OK a Kissinger a cambio de la Corona borbónica que tan negligentemente ha degradado, hasta el punto de tener que salir de mala manera camino de las monarquías reaccionarias de los petrodólares.

El mismo error –la traición al pueblo español, pero, sobre todo, al pueblo saharaui− perpetró el joven arribista Felipe González, quien, en cuanto logró el ansiado poder, cambió de opinión («Mi partido estará con vosotros hasta la victoria final») y dejó tirado al ingenuo y engañado pueblo saharaui («Hay que encapsular el tema del Sáhara...», fue la consigna felipista). Tarea esta que retomaron encantados sus vástagos en el bien engrasado lobby promarroquí: Rodríguez Zapatero, José Bono, Juan Fernando López-Aguilar, María Teresa Fernández de la Vega, Trinidad Jiménez, Ana Palacio e tutti quanti, todos ellos contribuyendo denodadamente –a veces, desde el mismísimo Consejo de Estado− a blanquear la anexión marroquí y a colocar el Sáhara Occidental y el pueblo saharaui en la senda de una larga y sangrienta palestinización.

En eso, también ellos se adhieren a la praxis colonialista de Netanyahu. ¡Pobres! Incapaces de pararle los pies. Porque, claro, ¿cómo van a imponer sanciones a Israel? ¿cómo van ellos, tan comedidos y respetables, a romper relaciones con el Estado judío elegido de Yahvé? ¿Cómo van a prohibir la exportación de armas y castigar a quienes las exporten?

Así que, en nuestra modesta −pero no insignificante− posición, España, mutatis mutandis, sigue obedientemente los pasos del Imperio. Como mucho, después de tanto tiempo, Pedro Sánchez saca pecho y vende al público su reconocimiento de Palestina (¿para cuándo el reconocimiento de la República Saharaui?), hoy arrasada y prácticamente desaparecida del mapa, pero con inmejorables perspectivas para los negociantes y concesionarios privilegiados de la reconstrucción de los territorios previamente devastados por el protegido de Trump, de Biden y de Kamala Harris, pues en el fondo, tanto monta, monta tanto. Un boom para la economía USA y Wall Street, eso de vender arsenales mortíferos, propiciar guerras y bendecir el ominoso eufemismo del «derecho a la defensa». Todo, claro está, lejos de su propio territorio, sin que en la casa propia se rompa un solo plato y sus rubios niños puedan sacar a pasear tranquilamente sus mascotas.

Pero esos hipócritas −ya sean los del Imperio USA, los de las reaccionarias petromonarquías que acogen a nuestro huido Emérito (o deportado, como está haciendo Marlaska con los ciudadanos saharauis retenidos en el aeropuerto de Madrid-Barajas), o los de la España post Franco, con Sánchez y Albares como cabezas visibles, la invisible está allende el Atlántico− no otorgan ese mismo «derecho a la defensa» al pueblo saharaui y su legítimo representante, el Frente Polisario –reconocido así por la propia e inútil ONU−, un derecho que, como el de la autodeterminación, le otorga la tan manida como violada Carta de la Organización de las Naciones Unidas («Nosotros, los pueblos del mundo...»), incluso el derecho a utilizar la violencia y la lucha armada contra el invasor y el colonizador, como desgraciadamente han tenido que asumir tantos países hoy independientes, incluyendo, no se olvide, los propios Estados Unidos de Norteamérica contra la metrópoli británica.

Por eso, nuestro ministro Albares hace desaparecer del mapa la causa saharaui («Pero, ¿qué les pasa con Marruecos, ¿qué les pasa con Marruecos?»), se descalza para visitar con el presidente Sánchez el panteón del sultán alauita y hace suyas las pretensiones expansionistas del bondadoso rey marroquí.

Si ese es el aspecto exterior de la política española –que condiciona seriamente la política interior−, en el plano interno, otro entrañable ministro, el de Interior en este caso, Fernando Grande-Marlaska, dedica todo su caudal de empatía a expulsar a Marruecos (el Estado que los persigue, tortura y encarcela) a varias decenas de ciudadanos saharauis que se las han visto y deseado para llegar a España y tratar de acogerse al asilo protector (promesa de protección incumplida de Juan Carlos de Borbón) al que tendrían derecho, en particular, gracias a una madre patria tan generosa con aquellos que con tanta saña ha maltratado y ninguneado. ¡Vivan los valores de Occidente! ¡Y no digamos ya los valores de los socialistas españoles!

Ahí los tienen ustedes, estrechamente aliados ellos con Mohamed VI −a su vez importante aliado de Estados Unidos e Israel−, procurando vendernos la moto de la tan cacareada «autonomía de las provincias del Sur», autonomía ni siquiera concedida a los súbditos del Rif, a cuyos dirigentes mantiene pudriéndose en prisión, igual que los saharauis del Grupo de Gdeim Izik, la versión alauita de la masacre española de Zemla en tierra saharaui. Dos estampas bien claritas del proceder colonialista. ¿Recuerdan ustedes aquella expresión: «¿Por qué nos odian tanto?»

Y aquí también nos topamos –simplifico para ir acabando−con la Iglesia Católica y sus beatos. No se me asusten, que no voy a hablar de pederastia ni de los guisos de Javier Krahe. No se entiende que, con tantos santos y tantos milagros en su haber, la Iglesia –y los cristianos de base, supuestamente progresistas, tanto como Sánchez, Albares, Marlaska & Cía− esté tan calladita ante los crímenes de la dictadura marroquí contra el pueblo saharaui, cuando van a cumplirse nada menos que 50 años de ocupación marroquí y los saharauis van ya por su segunda guerra de liberación nacional, tan desigual como las de Netanyahu y con unos costes altísimos para ese noble pueblo cruelmente olvidado y obligado a subsistir en la Hamada.

La Iglesia tuvo, en su momento, un papel cuasi decisivo en la independencia de la colonia portuguesa de Timor Oriental, subyugada por la Indonesia del dictador Suharto, en una invasión y anexión similar y coetánea a la del Sáhara Occidental por Marruecos. Pero claro, allí, en Timor –y de esto se me ha quejado ya algún saharaui− había una mayoría de población católica, mientras que en el Sáhara Occidental la población es mayoritariamente de religión musulmana, por lo que, seguramente, los abundantes beatos españoles pensarán que deben condenarse e ir a sufrir y redimir sus pecados en el Infierno.

Probablemente, si esta Iglesia –incluido su Papa de Roma− tuviera más en cuenta las injusticias terrenales de los poderosos, se dejaría de tanta verborrea pacata y tranquilizadora y exigiría con hechos a nuestros gobernantes el respeto de la legalidad internacional, cumplirla y hacerla cumplir. También con el pueblo saharaui. Y, por lo tanto, exigirles que reconocieran también para el pueblo hermano saharaui el derecho a defenderse y el derecho a la autodeterminación, derechos estos cuya negación constituyen el verdadero pecado de los gobernantes españoles.

Sin embargo, veo muy silentes en este terreno a los católicos españoles (nos falta hoy un profesor Aranguren, por ejemplo) y, en particular, a los llamados cristianos de base. Hacen sus rezos y se van a casa con sus conciencias ya tranquilizadas, pero sin mover un dedo por esos condenados de la Tierra (Frantz Fanon) que, en teoría y al igual que ellos mismos, también deberían pertenecer «al reino del Señor, pues Él nos ha creado». Con tantos santos y tantos milagros en su haber, bien podrían echar una mano en la causa saharaui, en lugar de esperar a arreglarlo todo cuando suban al cielo, con sus familias intactas, salvadas, sin bombardeos ni masacres. Un tema sobre el que volveremos a insistir.

*El autor es Doctor en Ciencias Económicas, miembro del Centro de Estudios sobre el Sáhara Occidental (CESO) de la Universidad de Santiago de Compostela (USC) y del Movimiento por los Presos Políticos Saharauis (MPPS) en cárceles marroquíes. Autor del ensayo "En defensa de la Causa Saharaui. Testimonios de denuncia, resistencia y solidaridad", de próxima aparición.


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