Joseba Pérez Suárez

Crispada y bárbara sociedad catalana

Y es que el constitucionalismo español parte, en los casos vasco y catalán, de una premisa errónea, porque busca empezar a hablar desde la, para ellos, indiscutible unidad de la «nación española», sin llegar a hacerse la que sería pregunta básica: ¿Qué es la «nación española»?

Curioso concepto el que maneja siempre el constitucionalismo español al referirse a la convivencia, en Catalunya o en la propia Euskal Herria, y que asocia, indefectiblemente, al hecho de que la vida política discurra por los cauces que ellos dominan. Cualquier atisbo de cambio de rumbo, por muy mayoritario y pacífico que demuestre ser, obtendrá la rotunda negativa constitucionalista por respuesta y permitirá airear esos manidos conceptos de «ruptura de la convivencia» y «crispación de la sociedad» sobre los discrepantes, así sean estos los primeramente ninguneados y hoy apaleados catalanes o los ya eternamente «terroristas» vascos. La convivencia solo la rompe el discrepante; el «comando Piolín» es puro bálsamo.

La sociedad, cualquier sociedad, cultiva en su seno distintos puntos de vista sobre todo tipo de situaciones y es misión de la manida democracia dar cauce a las mismas sobre la base de una mayoría representativa. Algo que debiera entenderse como absolutamente racional y que no tendría por qué chirriar en la vida diaria, resulta refractario, aquí o en las chimbambas, para quien detenta un poder político cuestionable y que, como en el caso catalán, es quien crispa la sociedad a base de volcar sobre los discrepantes el origen de las diez plagas de Egipto.

Guarda la historia innumerables apelativos, con ánimo peyorativo todos ellos, para quienes se enfrentan al poder establecido, desde los «bárbaros» pueblos que se defendían del Imperio Romano que trataba de conquistarlos por la fuerza, hasta los denostados «indios» de América que trataban de resistir a los honorables «vaqueros» que los echaban de sus tierras. Lo de «ser un bárbaro» o «hacer el indio» son dichos que han quedado incrustados en el vocabulario común sin que chirríen lo más mínimo. La modernidad ha traído consigo innumerables acepciones para los nuevos «bárbaros» en las distintas sociedades. Se tilda hoy de «fabuladora» a la que alerta de la clara deriva hacia un único poder mundial de la mano del misterioso «club Bilderberg», de «conspiranoico» a quien abre al mundo el controvertido Wikileaks, de «contrarrevolucionario» a quien se opone, con más o menos razones, a distintos regímenes socialistas en el mundo, de «fantasiosa» a quien cree ver oscuras razones económicas del capitalismo, con olor a petróleo, en el polvorín islamista de Oriente Medio, de «radical» al abertzale vasco con quien confrontan los herederos del extinto (¿extinto dije?) caudillo o, claro está, de «anti-demócrata», «crispadora» o «destructora de la convivencia» a esa enorme parte de la sociedad catalana a la que esos mismos, y el resto del constitucionalismo (no lo olvidemos), aparte de criticar, no aciertan ni a analizar, ni a dar ningún tipo de explicación o salida. Deja huella, qué duda cabe, lo de oponerse a quien maneja los hilos del poder político, económico, judicial y, por supuesto, de la opinión publicada.

Y es que el constitucionalismo español parte, en los casos vasco y catalán, de una premisa errónea, porque busca empezar a hablar desde la, para ellos, indiscutible unidad de la «nación española», sin llegar a hacerse la que sería pregunta básica: ¿Qué es la «nación española»?

España, como tantos otros países, no es sino el resultado de vergonzosos hitos, a lo largo de los últimos siglos, que van desde las rencillas familiares en el seno de distintas monarquías, hasta las conquistas militares «porque yo lo valgo», pasando por innombrables trapicheos territoriales, saqueo de riquezas materiales o improcedentes uniones matrimoniales, bajo un único objetivo: la pura y simple ambición de poder. Y daba igual si el hijo de aquella reina y la hija de aquél otro eran, o no, compatibles a efectos de matrimonio, si el resultado era una nueva cota de poder resultante. Resultaba insignificante si la vida de los «súbditos», que esa es la acepción, incluso hoy mismo, quedaba irremediablemente trastocada. El poder no repara en gastos. Surgieron así anacronismos como el de que las localidades navarras de Zugarramurdi o Urdax tengan que compartir nacionalidad con Almendralejo, Cieza o Santa Cruz de Tenerife, en vez de con Sara o Ainhoa, con quienes comparten desde los pastos al idioma, pasando por la localización geográfica (valle de Xareta) o la forma de vida. Por no hablar del caso de Trebiñu, incomprensible en el siglo XXI, si no fuera porque la actual Castilla sigue anclada en los tiempos del Cid campeador y valora el citado territorio como su «pica en Flandes», su bastión en «territorio hostil», por encima de la mayoritaria y razonada opinión de las personas que lo habitan. Nunca tuve claro dónde poner una valla, pero lo que sí tengo nítido es dónde no cabría hacerlo jamás.

Y si en tiempos pretéritos los trapicheos familiares o los asuntos de bragueta trocaron en poderosas razones para separar pueblos y culturas, el paso de los siglos, lejos de revertir semejantes atrocidades, ha terminado por sacralizarlas, tildándolas de «convivencia civilizada» y recurriendo, para su preservación, a finos análisis políticos como el de un Donald Trump al que no le cabe en la cabeza que Catalunya pretenda separarse «de un país tan bonito» o el del ministro Méndez de Vigo, que entiende como razón básica el «lío de primera magnitud» que supondría el caso para la UE. Y estos son los que dirigen el cotarro. Para que luego digan que es al independentismo catalán al que le faltan razones de peso. P'a mear y no echar gota.

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