Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Cuarenta millones de leyes

¿Para cuando la política, Sr. Rajoy? A mi me parece que está cometiendo el error
básico de alargar un caudillaje que carece de caudillo. Un caudillaje pobre en donde la guardia civil, por ejemplo, ya no es mera y obediente ejecutora de la represión sino arrogante dirigente ideológica de la misma. Eso ya no lo permite ni el actual presidente de Egipto

Si hay algo que descubra del modo más escandaloso la radical incapacidad política del Gobierno de Madrid es su legorrea. No hay problema que sea capaz de debatir con una dialéctica democrática y un resultado profundamente civil o urbano; es decir una dialéctica que no acabe en la guadaña de la ley. Sus disposiciones tienen siempre un carácter de urgencia y de áspera imposición, de temor a la libertad, trasudan una rigidez y una predeterminación que las mengua de legitimidad como cuerpo legal. Son leyes sin grandeza alguna. Leyes de estatura municipal, de persecución personal de barrio y que pretenden objetivos escandalosamente represores. Leyes que carecen de amplio espectro y que están dirigidas sobre objetivos a veces mínimos y que no reflejan un verdadero propósito con alcance general. Son normas para abrigar una voluntad pobre y autoritaria, que no puede justificarse políticamente por si misma. Desde que el Sr. Rajoy llegó al poder el número de leyes o decretos-leyes de fontanería elemental ha crecido hasta unos niveles estupefacientes y abarca no sólo todos los ámbitos políticos sino cualquier manifestación social o humana que el Gobierno se ve incapacitado para manejar de forma natural y sociable. Repito, toda esta maraña legislativa tiene un solo fin: evitar las respuestas embarazosas, detener a un puñado de personas, impedir un movimiento de ideas, obstaculizar cualquier tipo de libertad, anular cualquier iniciativa con rango humano, imponer la fuerza frente a la razón evidente, librar al Ministerio del trabajo de pensar y concordar, etc.

Esta hemorragia legal suele acompañarse, como no podía ser de otra manera, con un lenguaje jarifo, a veces de recuerdo vinatero y siempre embrollado. Así, si las convicciones y necesidades alemanas exigen más sacrificios a la exangüe sociedad mal embutida en la sentina del Estado español pues se procede a saltar con pértiga la Constitución y se decreta una posible intervención de las autonomías que no cumplan con los recortes dispuestos por el Gobierno. La medida se acompaña, además, con el lenguaje chalán que usan de vez en cuando los responsables políticos del Partido Popular, tan peras ellos, como la inimitable Sra. Cospedal: «Quien está fuera del barco a lo mejor se ahoga». Uno parece escuchar al fondo ese «¡Qué passa, tío!» con que en España se cierra cualquier debate que está saturado de incomodidad. Y si al ministro del Interior, uno de los dos hermanos Fernández, siempre tan amables, se le enreda la detención en Cádiz, Melilla y Ciudad Real de los tres presuntos yihadistas, pues se pide una ley terminante que facilite resolver el enredo y proteger a la Guardia Civil y a la Policía Nacional, de las que dice el ministro que están «especialmente profesionalizadas». Veremos como ve esto la Sra. Cospedal, si es que habla de ello.

Leyes, decretos-leyes… ¡Todas las normas que se necesiten para acallar a este o al otro, para lograr un objetivo de alcance horario! Que no quieren un partido, pues la Ley de Partido, de ese Partido ¡Faltaría más! Si hay que impedir que lleguen al Parlamento vasco los soberanistas pues se dispone una ley que convertirá en vascos «tristemente» exiliados de Euskadi y por ello merecedores de un voto reivindicativo en la distancia a miles de funcionarios españoles que pasaron por los territorios históricos –dejando triste memoria de si–, a los que se fueron para poner un restaurante en Andalucía o que retornaron a su pueblo de origen conseguida la jubilación. Todos esos miles a lo largo de los años se fueron al parecer aterrados por ETA. Y ni siquiera tendrán que probar la supuesta amenaza sino que bastará con que manifiesten que el ambiente de presión les amargaba las horas. Ley electoral, pues, de corte demencial, «busca» uno por uno de votantes amasados por unas manos incontinentes, que ha surgido de la cabeza de ese elemental personaje que es el Sr. Basagoiti, uno de los «políticos» más inexplicables que ha surgido de la piel pública española, si la piel pública española no estuviera ya hecha con papel para envolver garbanzos. Un Ryan pequeño y ruidoso –y ya es milagro resultar pequeño y ruidoso al lado del fascista Ryan– que se ha permitido decir, ante el panorama de un preso que se mantiene entre la vida y la muerte, el Sr. Uribetxeberria, que en él se aplicará la ley «con rigor», sin que importen «presiones o publicidad». Frase de ejecutor de la pena de muerte que además de su oquedad política –porque las presiones significan «algo»– expresa una crueldad que si no fuera tan liviana como despreciable produciría el mayor horror en toda persona de bien.

Leyes, decretos-leyes, ordenanzas, que se suceden en turbión imparable y que responden a una mecánica de locos consistente en redactar por el Gobierno una norma que obligue a continuación al Gobierno, con lo que creen esos gobernantes practicar una ingeniosa legalidad conducente a «hacer lo que hay que hacer», que se basa en la exclusión de todo lo que estorbe al poder de concepción única de la razón. A propósito de la práctica excluyente de toda dialéctica esencial escribe Chantal Mouffe en su obra sobre “El retorno de lo político”: «Es muy importante reconocer esas formas de exclusión por lo que son y la violencia que significan, en lugar de conciliarse con ellas bajo el velo de la racionalidad». La «Gaceta de Madrid» ha sido convertida en una colección de dislates que acentúa el desprecio por España en los ámbitos ajenos. Sr. Rajoy ¡que tristeza ante el hecho biológico innegable para muchos ciudadanos que han nacido en tierra que cultiva tales frutos!

Leyes, decretos-ley, normas… ¿Para cuando la política, Sr. Rajoy? A mi me parece que está usted cometiendo el error básico de alargar un caudillaje que carece de caudillo. Un caudillaje pobre en donde la guardia civil, por ejemplo, ya no es mera y obediente ejecutora de la represión sino arrogante dirigente ideológica de la misma. Prueba de lo que digo es el número de pronunciamientos públicos de las fuerzas de seguridad del Estado en que juzgan o ahorman las actividades gubernamentales. Eso ya no lo permite ni el actual presidente de Egipto, que se mueve con más soberanía en las aguas revueltas por su ejército. ¿Es así o no es así, Sr. Fernández? Eso jamás lo permitió Franco, que movía los hilos ejecutores de sus trágicas determinaciones con absoluto desprecio por los que cumplimentaban su voluntad. Uno imagina cómo hubiera reaccionado el residente de El Pardo si alguien hubiera organizado una Asociación de Víctimas de la Guerra, ya fueran víctimas de unas manos o de las manos contrarias. Para Franco esas víctimas estaban, de acuerdo con el apoyo de la jerarquía eclesiástica –otro de los brazos armados de la Dictadura, pues no hay arma de más alcance que el hisopo– en los luceros o en los infiernos, pero jamás en los papeles del gobernante. Pues una o dos asociaciones de tal carácter están ahora en pleno vigor de influencia unidireccional, no sólo conservando la memoria de sus muertos, a lo que tienen un piadoso derecho, sino actuando como institución política que limita incluso los poderes del Estado.

Leyes, decretos-ley, normas a tutiplén para educación de díscolos… Lo ideal sería, para evitar tanto trabajo, que se promulgaran cuarenta millones de leyes, una por español, indicándole su paseo diario por las ideas aceptables.

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