Antonio Alvarez-Solís
Periodista

«Delenda est Germania»

O ellos o nosotros. Conclusión inevitable: Delenda est Germania. Decía Churchill, desde su fría alma de verdugo inglés, que Alemania debería ser destruida cada cincuenta años.

Se trataría de eliminar un fascismo, un caudillaje cimarrón que viene ya de las sagas nórdicas, de las sangrientas tribus solares y que ha envenenado con símbolos diabólicos a lo que hemos venido llamando Europa: Italia, Francia, España, gran parte de las naciones nórdicas… Ese norte terrible que impide vivir dignamente al hemisferio sur, al que enseña las garras de un dominio que va más allá de la simple apetencia de dinero. Es el norte del desdén racial, de la brutalidad en el trato. La tierra en que el talento de sus inmensos pensadores amanecidos en el siglo XVIII jamás ilustró la sangre de sus guerreros.

En ese norte se aloja la misma Norteamérica ­hoy norte del norte que de vez en cuando limpia el patio trasero de su casa eliminando regularmente a los propios hijos que ha tenido en su violenta boda con el «progreso». Frente a ese norte no solo hay que vivir pobre sino también humillado. Cuando se habla de libertad piensen en ese norte; cuando se razona en torno a la democracia, piensen en ese norte; cuando aspiren a la justicia vuelvan asimismo la espalda a ese norte. Un norte, como dijo el teólogo luterano Paul Tillich, en que «ellos, que son llamados autoridad, exigen que toda autoridad radique en ellos». Hay en los tales –y hago mía la siguiente frase de Werner Schöllen– «un fanatismo de la justicia que no solo abofetea al amor al prójimo sino a todos los valores superiores, sin más».

Con esa Alemania situada en la cabecera de la nómina autocrática, que ahora comparte el reverdecido fascismo con sus vencedores de hace setenta años –la guerra del 39 no se libró entre fascistas y demócratas sino entre fascistas en pleito familiar, hoy aún sin resolver–; con esta Alemania, insisto, es imposible la democracia en el mundo, aunque se trate de una democracia de baja intensidad, de una democracia escénica. Alemania es una permanente opción imperial so capa adecuada a cada momento. Alemania nació fascista y morirá fascista. El mismo fenómeno luterano, que surgió como una propuesta de libertad religiosa, de humanismo espiritual frente a la rapiña y la cerrazón de Roma, aconteció teñido de violencia mundanal respecto al pueblo campesino devorado por los imperiales heréticos. Las cartas políticas de Lutero a los príncipes que le apoyaban, asustan. Lutero recomienda con un radicalismo estremecedor el uso inmisericorde de la espada frente al campesinado que venía desangrado ya de alzamientos dramáticos como el de los husitas  –en el territorio bohemio–, lanzados a una lucha desesperada de supervivencia. Niega el reformador, con una furia helada, cualquier gesto de entendimiento o compasión con esas masas que lucharon hasta la muerte contra la opresión de la aristocracia. De entonces ahora, es decir durante seiscientos años, Alemania ha arrasado su entorno a fin de conservar y aún ampliar un imperio alzado sobre la ocupación y la muerte. Hay en esa permanente razzia sobre las poblaciones golpeadas algo mucho más simple y a la vez más impactante que el afán material de desvalijamiento; hay el restablecimiento e intensificación de la obediencia. Me pregunto muchas veces si la misma brutalidad entre arios y semitas –judíos y alemanes–, no es una expresión de orden interno, una cuestión envenenada de familias. El quehacer bélico de Alemania no ha perdonado jamás ninguna ferocidad, ganara o perdiera esas guerras, para reconstruir la sumisión, el orden, la disciplina, el heil. Ahora ha tocado el turno a Grecia.

La Sra. Merkel, un Hitler irritado aún más por la inevitable decadencia hormonal, ha decidido una nueva operación de castigo adicional una vez conseguida la victoria –una feroz limpieza de retaguardia–: privar a los griegos de su capacidad de rehacerse como nación. Les ha forzado a vender sus activos turísticos, que ahora constituyen su motor fundamental de vida. Grecia podría defenderse dominando el funcionamiento económico de su turismo. Repito: son pocos habitantes y pueden alojarse bien en el monocultivo. Pues ya no controlan esa palanca básica. Sus grandes puertos serán privatizados a fin, dicen los vencedores, de hacer frente al pago de la deuda contraída, que será reestructurada no para conceder aire al griego sino para asegurar su recaptación.

La operación es tan burda como cruel. El dinero que los griegos obtengan mediante la venta de sus poderosos recursos turísticos irá a parar a los mercados, esto es, a los poderosos inversores que tienen su base en los omnipotentes organismos internacionales y en sus Estados corporativos, con lo que esos corsarios recibirán dos veces el saldo usurario de sus préstamos: los bienes que ahora les serán entregados baratamente para su nuevo negocio y el principal y los intereses del dinero abyectamente prestado. Un mismo euro en una doble función, pero con idéntico destinatario final.

El triunfo del norte será redondo. Doblará su finanza y habrá puesto de nuevo el dogal político a los rebeldes mediterráneos. Los mercados cobrarán y reharán la deuda con creces y fortalecerán su imperio social, económico y geopolítico. Sr. Tsipras ¿es esa su gloriosa cruzada por el pueblo que le respaldó sin ninguna exigencia política? En ese viaje ha herido dos veces a su patria. De paso, se envía a países como España el recado de que se ha acabado el danzón de entregar cargos de atrezzo a sus políticos colaboracionistas. ¿Qué hará usted ahora, Sr. Rajoy, con el Sr. Guindos, que deseaba dejar colocado en el comisariado de Bruselas ante la inevitable derrota que va a sufrir usted en las próximas elecciones? El orden es el orden y los mandarines, con Alemania asiendo fuertemente las riendas de la troika, ya no desean prolongar el juego de la «igualdad» europea.

Disciplina, fría y dura disciplina. Su fascismo, Sr. Rajoy, es un fascismo de obediencia. Quizá le haya llegado su hora de depuración interna. El Sr. Aznar será el encargado de convertir en realidad la consigna de degollarle a usted para vestir el desfile de la victoria que Alemania celebrará tras este triunfo en el Mediterráneo. Los paracaidistas germanos han descendido otra vez sobre Creta. ¿Recuerda usted este pasaje? De todas maneras esto era fácil de prever. Solamente hacía falta que el fascismo secundario y seguidista destapase, como en el caso de España, su triste e impresentable juego. En su libro ‘La función de la razón’ el Sr. Whitehead escribe lo siguiente: «Todas las cosas operan entre límites. Esta ley se aplica incluso a la Razón especulativa. La comprensión de una civilización es la comprensión de sus límites». Y no ver esos límites, tratándose de Alemania y sus grandes y secundarizados aliados, nos lleva a comprobar una de estas dos cosas, si no las dos: que estamos ante la ausencia de una inteligencia básica o que nuestros dirigentes se han entregado a una traición miserable. En cualquiera de los dos supuestos Roma no debiera pagar a traidores. Y todos nosotros, pobres mozos de cuadra, somos Roma, aunque encarnados hoy en el suburbio político berlinés.

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