Aster Navas

Deliberadamente

Creo que debemos dejarle las cosas claras al 2023 desde el principio. Que nos comeremos nuestros dolores de cabeza si de vez en cuando nos cae algún orgasmo. Que tragaremos con los lunes que nos toquen pero que no pensamos perdonarle ninguna tarde de viernes, ninguna mañana de sábado.

Ha sido, sí, un final de año complicado en el que creo haber entendido algunas cosas; no muchas. Tampoco todas. La más importante es que hay momentos de los demás, incluso de los más queridos, que quizá no nos pertenezcan. Especialmente los últimos: esos en que buscan y, posiblemente, buscaremos a tientas la puerta de salida.

Por eso, durante aquellas semanas de octubre había preferido ir al hospital al final del día. A esa hora se declaraba en aquella primera planta de oncología una especie de tregua tácita. Poco o nada quedaba de la desigual batalla que durante el resto de la jornada se libraba contra la enfermedad. El diagnóstico poco esperanzador de la mañana, el dolor de la tarde, las pruebas, los TACs quedaban aparcados durante unas horas de armisticio en que aún se podía abrigar la esperanza y hasta conciliar, durante unas horas, el sueño. Porque todo era posible con la llegada de la noche, que resultaba balsámica, conciliadora, confidente. Incluso a ese intestino bloqueado por la metástasis cabía darle otra oportunidad que, lamentablemente, nunca llegó haciendo inevitable la sedación.

Tardé en levantarme de la silla. Estuve allí durante las primeras horas de ese difícil tránsito entre la niebla hasta que comprendí que esa iba a ser la imagen definitiva que me iba a llevar de Paco; que esa era la escena que reproduciría, cabezona, mi memoria y no otra. Por mucho que yo quisiera engañarla, llevarla por otros caminos o recuperar otros momentos. Ray Loriga lo advierte en "Tokio ya no nos quiere": «La memoria es el perro más tonto, le tiras un palo y te devuelve cualquier cosa». Y lo cierto es que la muy cabrona lo está bordando; con una terquedad y una precisión inasequible al desaliento: los espacios, el tacto, los gestos, las palabras de aquellos instantes.

Ha sido, sí, un final de 2022 para regalar. También por otra pérdida; la de Jabi. Quise, quisimos pensar, por la fecha, los Santos Inocentes, que se trataba de una tomadura de pelo, que nos estaban vacilando; incluso dudamos de la veracidad de la esquela que nos rebotaron por Whatsapp. Y no tanto por la muerte en sí sino porque se trataba de Jabi; nada menos que de Jabi. Porque Jabi, nuestro compañero del insti, estaba mucho más vivo que cualquiera de nosotros. Hasta las familias nos preguntaron qué había de cierto en aquella solemne estupidez, porque tenía que tratarse de eso, de una estupidez, de una jodida broma de muy mal gusto. Ha sido, sí, un final de año en el que creo haber entendido algunas cosas; no muchas. La más importante, sin duda, es que la muerte no siempre llama a la puerta; la muerte tiene llaves. No se entretiene tocando el timbre o llamando con los nudillos. Irrumpe.

Por eso creo que debemos dejarle las cosas claras al 2023 desde el principio. Que nos comeremos nuestros dolores de cabeza si de vez en cuando nos cae algún orgasmo. Que tragaremos con los lunes que nos toquen pero que no pensamos perdonarle ninguna tarde de viernes, ninguna mañana de sábado. Que sólo encajaremos los golpes bajos si alguien nos devuelve complicidad y apoyo. Que vengan los malos tragos que nos hayan caído mientras haya una cerveza fría esperando en la nevera; que nos comeremos el brócoli si no nos quitan el beicon. Porque le vamos a coger al nuevo año de las solapas para preguntarle qué carajo hay de lo mío, de lo nuestro.

Ha sido, sí, un final de año complicado en el que creo haber entendido algunas cosas; no muchas. La más alarmante, sin duda, es que, como decía Hemingway, «vivimos esta vida como si lleváramos otra en la maleta». Y que no… que no podemos seguir así.

Que bienvenido sea el invierno siempre que a finales de marzo nos asalte la certeza de la primavera. Que vamos a vivir. Intensa y deliberadamente. En fin.

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