Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El brazo enyesado de la ley

La mano que el Sistema español levanta para aceptar algo depende de un brazo escayolado. Un brazo inmóvil. La voz que el Sistema español posee para expresar cualquier opinión esta contenida en un disco inmovilizado por un virus críptico. La dinámica “neuronal” –vamos a simplificar– encargada de responder a la cuestión de la libertad ha agotado su capacidad de sinapsis; es decir, parece haberse apagado. Esto es, de modo elemental, lo que me sugiere la tosca política conservadora española y ciertas adyacencias. Esa política dio muestras de alzheimer social en el siglo XVIII cuando empezó a olvidar de inmediato muchas cosas que iban ocurriendo en el mundo, a desconocer la incitante Ilustración circundante, a perseguir obstinadamente el talento y a negarse consecuentemente a salir de casa por miedo a  perder la fe catequística en que anclaba el poder. Leamos esta delicia en el catecismo del P. Astete: «Fe es creer lo que no vimos». Desde entonces la derecha española se sostiene intelectualmente sobre una sociedad de pan y chorizo junto a los palacios herrerianos, no secundum ratione.

En la consideración de lo catalán y lo vasco ese brazo enyesado es la ley española: permanente, inalterable, ruda, oratoria. Y sus administradores, gente pobre con colonias ricas en su seno de las que no han aprendido nada; son dirigentes inalterables, rudos, oratorios, que viven de una luz refleja. Dicen cosas que descomponen el cuadro de la razón. Por ejemplo esto que leo en un solemne diario madrileño: los nacionalistas catalanes son «quienes han hecho de la falta de diálogo y de la imposición  la tónica general de su gestión». Es la afirmación audaz e impertinente hecha sin ningún reparo. En la lejanía parece resonar el grito salvífico de un  Goethe agonizante: «¡Luz, más luz!». Los protagonistas del Estado español no permiten la soberanía catalana o vasca porque esas naciones son el chaqué con que Madrid puede vestirse en el concierto internacional.

Otro ejemplo de razón plana, es decir, de la sinrazón: «Ni el Gobierno ni el Parlamento pueden negociar algo que corresponde al conjunto de los españoles». Ergo, el Gobierno y el Parlamento están afectados por la esclerosis lateral amiotrófica; o lo que es igual, el impulso neuronal de la soberanía popular, que debería estar atesorado en sus instituciones representativas tras las elecciones y ejercida por ellas, no llega a la musculatura ejecutiva por destrucción de la vaina de mielina. Esto conduce a la muerte del ser humano, previos los disturbios más tristes. Quiero aclarar a algunos diputados y ministros que la mielina no es una miel pequeña, salvo en Asturias.

Tercera invitación a la confusión argumentaria. Esta vez corresponde al Sr. Fernández, secretario general secundum modo del PSOE, que está realquilado en Madrid, muy cerca de la Corona, que ha pasado a ser la nueva lámpara del minero: La propuesta catalana de diálogo, dice el Sr. Fernández, «no tiene  credibilidad ni legitimidad porque se hace sobre bases inasumibles en un Estado de Derecho… porque se fuerza hasta la ilegalidad a las instituciones catalanas». Al llegar a este lamento protector por parte del Sr. Fernández escucho en la lejanía el cantar de esas instituciones forzadas: «Patin, patam, patim/ homes y donas el cap dret/ Patam, patim, patam,/ no trapicheu al Maginet».

Cuarta cosa a subrayar. El Sr. Rubalcaba, que «te cara de  trapichar molt al Maginet», dice: «Pedir diálogo cuando se está cambiando el reglamento del Parlamento de Cataluña –¡sos, ya empezamos; que es Catalunya!– para aprobar una ley de desconexión exprés en un tema como este, y poniendo patas arriba todo el reglamento de la Cámara, es una forma peculiar de reclamar el diálogo». Es decir, resulta sospechoso al Sr. Rubalcaba que un parlamento prepare las instituciones necesarias por si logra alcanzar la independencia. El Parlamento catalán, según el Sr. Rubalcaba, debe esperar desnudo aunque sea invierno, hasta llegar al bautismo. Luego ¡hala!, a ponerse calzoncillos largos a correcuita.

Por su parte la estilizada Sra. Cifuentes dice lo que hay que decir y espera lo que hay que esperar, según la doctrina del Sr. Rajoy: «Estoy a favor siempre de hablar, pero lo que no se puede pedir es algo que es ilegal y que va en contra de la Constitución». En suma, como decía El Gallo: «Lo que no pue ser, no pue ser y, además, es imposible». Ya no se trata siquiera de pedir.

¡Y cómo no! La exseñora Arrimadas dice lo que hay que decir: «Defendemos un  gobierno de cambio que ponga en el centro la solución a los problemas reales. El juego ha terminado». Pero en este caso queda una razón que sólo a medias me atrevo insinuar: ¿Uno de los problemas que debe ser resuelto no será usted, señora?

Yo hay dos cosas que no veo claras en esta cuestión: ¿Realmente son catalanes los catalanes? ¿Y si son catalanes no es lícito que quieran tener su propio hogar catalán? Segunda cuestión: ¿Por qué los de Huelva, por ejemplo, han de votar si los catalanes son catalanes o simplemente un pueblo al norte de Huelva, por ejemplo?

Si las leyes, incluida la Constitución, son para siempre hemos de aclarar si los ciudadanos actuales que votaron esa leyes son a su vez para siempre y por tanto ya no necesitan pensar y pueden vivir en el monumento a si mismos.  Si fuese así estaríamos ante un estado de idiocia generalizada, que ahora tiene un significado no aducible por su vulgaridad, pero que en griego clásico se aplicaba a la persona engreída, sin fundamento para ello y con poca inteligencia.

Sin embargo hemos de aprovechar el momento para poner, una vez más, sobre la mesa lo que sea el nacionalismo, porque es término multicelular. Hay un nacionalismo que vive de estar integrado en España; un nacionalismo para hablar de él en el postre de las comidas ilustradas. Hay otro nacionalismo puramente político, que vale para canjearlo en las elecciones por un voto emocional que luego se archiva y sirve para canjearlo en Madrid en moneda corriente; y finalmente hay un nacionalismo social que trata de crear vida propia, con un poder democráticamente cercano y un ambiente de familia vigorosa. Un nacionalismo que quiere conectarse directamente con el mundo para ser mundo. Este último nacionalismo es el combatido ferozmente por Madrid, por París, por Londres, por Roma, por Moscú…, por esa Europa Unida que vive del enredo especulativo en lo económico, en lo conceptual, en lo político, en el globo de la globalización. Porque Europa, como entidad étnica, económica o institucional, nunca ha existido. Europa unida fue el positivismo inglés, el racionalismo francés, el idealismo alemán, el zarismo ruso, el vals austrohúngaro, la desesperación polaca, las ruinas de Italia y el horror de los eslavos. La Europa unida era simplemente la de los que suscribieron modestamente acuerdos tácticos para que fuera controlada la industria pesada, disuelto el eterno encontronazo franco-alemán por el carbón y el acero, superada la ruinosa guerra monetaria, eliminados los singularismos armados… Hablo de Adenauer, De Gásperi, Churchill, Monnet, Schuman, Spaak, como primeras figuras. Hablo de la CECA, del Euratom, el tratado de Maastrich o el Tratado de Roma… Hablo de acuerdos que corroyó luego el invento de Bruselas, ese racimo que ya empieza a perder las uvas porque sólo ha servido para asegurar un núcleo especulativo, antisocial y explotador de todos los valores, cuya cabeza no está siquiera en Europa porque tiene su caverna en Estados Unidos y ya en China.
Europa es sólo esa Alemania, de la que Churchill, el hombre cruel, dijo esta aterrorizadora cosa: «Alemania debería ser destruida cada cincuenta años». ¿Acaso no tenemos derecho a ser pequeños y vivir en paz, como populistas serios y demócratas de verdad; que es lo mismo si uno cree en la filología.

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