Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El colonizado

Tras años de permanecer en una estantería de mi biblioteca releo la sugestiva obra de Albert Memmi sobre la personalidad psicológica del colonizado. Se trata de una cuestión de rigurosa actualidad. Memmi fue un franco-tunecino que entró como nadie en el alma del sometido al colonialismo, asunto que me atrae ahora sobremanera porque sospecho que el concepto de colonizado ha desbordado el ámbito genuino que manejó Memmi en tiempos del Africa francesa. Ahora el colonizado puede serlo en su misma patria, que no ha sido sometida nunca al status colonial. Se trata de una colonización del espíritu, de la libertad, de la soberanía política por parte del poder dominante. Acerca de lo que digo propongo al lector un juego intelectual apasionante acerca de su posible experiencia de colonizado en su propia patria en la que cree ser libre. Le ruego, pues, al lector la lectura de la siguiente página de Memmi en su obra “Retrato del colonizado” y que tras esa lectura se pregunte, concretamente en nuestro caso, si se siente o no un ser colonizado español aunque haya nacido y viva en España. Creo que leer a Memmi nos pone frente a la triste realidad a la que nos vemos reducidos en el mundo globalizado ¿Se siente o no se siente usted concernido como colonizado tras la lectura de lo que sigue en un mundo en que, a mayor abundamiento, se presume vivir paradójicamente en el siglo de la descolonización? Frente a lo que nos pregonan acerca de nuestra sólida democracia y nuestras crecientes libertades lea lo que sigue, que quizá le conduzca a un desengaño dolorosamente salutífero.

El colonizado –sienta Memmi– no se siente ni responsable, ni culpable, ni escéptico; simplemente está fuera de juego. Pero en modo alguno deja de verse sometido a la historia; por supuesto cargando su peso, a menudo más cruelmente que los demás, pero siempre como un objeto. Acaba por perder el hábito de cualquier participación activa en la historia y ya ni quiera la reclama. A poco que dure la colonización llega a perder el recuerdo de la libertad; olvida lo que cuesta o no se atreve a pagar el precio. Si no ¿cómo se explica que un puñado de colonizadores, a menudo arrogantes, pueda vivir en medio de una muchedumbre de colonizados? Los mismos colonizadores se sorprenden y de ahí viene la acusación de cobardía del colonizado. Ciertamente la acusación es demasiado ligera. Saben muy bien los colonizadores que si se vieran amenazados su aislamiento quedaría roto: todos los recursos de la técnica –el teléfono, el telégrafo, el avión– pondrían a su disposición en algunos minutos medios terroríficos de defensa y destrucción. Por cada colonizador muerto, cientos, miles de colonizados han sido y serán exterminados.  La experiencia se ha repetido, tal vez provocada, en suficientes ocasiones como para convencer al colonizado del terrible e inevitable castigo. Se ha hecho todo lo posible para extirparle el valor de morir y aún de afrontar la presencia de la sangre. Es clarísimo que se trata de una carencia nacida de una situación y de la voluntad del colonizador y de nada más que eso. No de alguna impotencia congénita para asumir la historia… El rechazo de si mismo y la estima por el otro son rasgos comunes a todo candidato a la asimilación. Y los dos componentes de este intento de liberación están fuertemente ligados: el amor por el colonizador está cimentado sobre un complejo de sentimientos  que van desde la vergüenza hasta el odio a si mismo. Para liberarse el colonizado, así lo cree, admite su propia autodestrucción».

Para sumar a la posible reflexión sobre lo reproducido añadiremos que esta obra de Memmi fue publicada en 1966. Es, pues, un apercibimiento que a mi juicio demuestra su desgraciadamente culminada validez.

La colonización ha pasado de ser un hecho político basado en la explotación económica de tierras ajenas o en la necesidad estratégica a constituir una realidad de carácter psicológico y moral que tiene por finalidad consolidar el dominio profundo del Sistema sobre la totalidad de la población propia. La colonización persigue un dominio espiritual y moral que transforme una convivencia en libertad de pensamiento en un conglomerado de individuos despojados de su ciudadanía real y por tanto absolutamente despersonalizados.  Los colonizados de Francia ya no están en Argelia o Túnez sino en Francia; los de España son españoles que viven una patria inerte, etc. Los colonizadores de su propia patria o sociedad son dirigentes como Macron o Rajoy, a su vez operantes bajo la dirección de castas que conducen un imperialismo basado en el poder de una minoría que prácticamente no aspira más que al dominio puro y simple de la humanidad.

La desaparición del pensamiento más allá de los saberes mecánicos y del razonamiento utilitario o inmediato está produciendo unas generaciones incapaces de hacerse cargo del propio ser como entidad repleta de pluralismo y productora de destino, lo que genera, entre otros males, un desprecio prácticamente radical del diálogo, al que sustituye una brutalidad creciente en el contacto interpersonal. El panorama que produce esta ruina del discurso elaborador de redes vitales sustanciales lleva al ser humano a una frecuente violencia frente a todo lo que signifique reconocimiento del otro como motor de estímulo común. El otro simplemente nos destruye. Entendiendo la frase sartriana de un modo simplista diríamos que los otros se transforman en nuestro infierno. Faltos ya de un lenguaje colaborador en la búsqueda –para convenir o disentir–, la ira surge ante los demás, una ira que solamente se aplaca con la lejanía. La lejanía es elaborada por una aversión al próximo que, ya desrealizado como eslabón de lo colectivo, fabrica una ácida postmodernidad caracterizada por grupos aislantes entre si que tratan de afirmarse –muy visiblemente en la violencia urbana– por una jerarquía de ámbito excluyente con líderes repletos de ambiciones destructoras de todo lo ajeno. Jean-François Lyotard, en su obra “La condición postmoderna”, describe con mucha precisión esta deslegitimación del saber y del acontecer como cultura para substituirlo por una torpe fuerza dominante sobre la sociedad reducida a masa. En el turismo desbocado que se sufre pobremente se refleja también este carácter que empieza a tener la humanidad como puro conjunto de colonizados. Las masas turísticas no acuden a contemplar historia o modos de existencia ajenos para participar en las dos cosas o, al menos, en una de ellas. El turista huye hacia otro paisaje con la intención de desprenderse de si mismo y reducirse a puro consumidor de un parque temático. El turismo es, y aquí si vale la frase en su peor contenido, el opio del pueblo. El turista de masa viaja a fin de encontrarse a si mismo en la práctica de una falsa libertad. Constituye su viaje una forma más, y muy poderosa, de alienación. Pero estos rebaños son estimulados por el perro de presa del neocapitalismo, que pretende borrar en el viajero la verificación de su inanidad cotidiana y a la vez beneficiarse con sus subproductos por irrelevantes que sean para mantener en funcionamiento una economía simplemente financiera. El turista actual es la forma de reciclar  mediante una economía de restos unos seres convertidos en irrelevantes  admiradores de si mismos. Un turista viaja hacia lo que no entiende y desviaja de lo suyo.

Ahora bien, el remedio de esta catastrófica cuestión está en que estos colonizados en su propia tierra se hagan cargo de si mismos y entiendan su cotidianeidad con un espíritu de guerra civil que les devuelva su alma en el marco de lo que ha sido, de mejor o peor forma, su propio mundo. La batalla será larga y dura, pero dignificante. De no entenderlo así a la inmensa mayoría de los seres humanos actuales solamente les queda para mal supervivir solicitar un  préstamo más para viajar de nuevo a Walt Disney.

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