El efecto rebaño
Señalaba Mao Tse Tung que «el marxismo no es un dogma, sino una guía para la acción», y decía, también, que es el desarrollo de las contradicciones lo que impulsa a la sociedad hacia adelante, y, ahora mismo, la contradicción que tendríamos que resolver es la que existe entre lo viejo y lo nuevo.
Una nueva vacuna descubierta en Madrid consigue adelantar, en al menos en cinco meses, la inmunidad de rebaño en España prevista para finales de verano, y, parece ser, que pronto se extenderá por el mundo. No estamos hablando de AstraZeneca, de Pfizer, de Moderna, ni de la rusa Sputnik, ni siquiera de la monodosis de Janssen. Se trata de la vacuna «Ayuso» que con una sola dosis es capaz de inocular a diestro y siniestro a una gran parte de la población. Se prevé que puede ser efectiva en un 99,9% y su efecto «rebaño» podría alcanzar pronto más del 70%. Se acaba de probar en su última fase con una muestra de más de seis millones de personas en Madrid y los resultados han asombrado al mundo.
Hablaba recientemente con un amigo que colabora asiduamente en el sostenimiento y abastecimiento de uno de los bancos de alimentos tan necesarios para ayudar a tantos necesitados. Comentábamos cómo muchos de los que asiduamente acuden a estos colas cada vez más numerosas y de forma más asidua, forman parte de ese «perpetuo pasivo» que va creando el capitalismo a los que Hannah Arendt definió como inútiles para el mundo. Un perfil de la población que viven en un mundo, pero que realmente no pertenecen a él. Son trabajadores sin trabajo (algunas y algunos, incluso con trabajo) que flotan en una especie de tierra de nadie social, no integrados y muchos de ellos no integrables. Descalificados y desacreditados en los planos cívicos y social que ya no gravitan en el curso de las cosas. Son, como decía Robert Castel, normales inútiles desamparados y desharrapados que no están conectados a los circuitos productivos, que han perdido el tren de la modernización y se han quedado en el andén con muy poco equipaje.
Dialogaba con mi amigo sobre las repugnantes declaraciones de Isabel Ayuso, en el arranque de las elecciones madrileñas, sobre los mantenidos y subvencionados que abarrotan las colas del hambre. Mientras repartían esos lotes de supervivencia, mi amigo, oyó cómo uno de los integrantes de aquella interminable cola, demandaba la vacuna milagro para arreglar «todos» los males que nos acechaban: sanitarios, económicos, de ocio, y sobre todo de «libertad». Lo que hace falta aquí es una «Ayuso» decía convencido a los más próximos en aquella infernal «cola del hambre». Algunos, decía mi amigo, asentían con la cabeza mientras otros no ponían demasiada atención, atentos como estaban a que no se agotaran algunos de los productos más necesarios para la dieta imprescindible para sobrevivir.
Todo esto hace que nos preguntemos cómo es posible, (situándonos en el escenario de las elecciones a la Comunidad de Madrid) que la larga lista de muertos víctimas de la gestión de la pandemia, la desatención y desmantelamiento de la sanidad, el progresivo deterioro de la enseñanza, el expolio de lo público... computen a favor de una derecha corrupta, sin parangón en las democracias occidentales. Una derecha con un programa electoral en blanco y un mensaje ideológico que emula a la basura blanca de Donald Trump, con mensajes banales, vacíos, simples, plagados de prejuicios y de odio al diferente al que siempre señalan como chivo expiatorio. Pareciera que la situación de «shock» hubiera sacado lo peor del ser humano, y que hubiera hecho suyo ese «Principio de unanimidad» según el cual se ha llegado a convencer a la gente para pensar «como todo el mundo», que no deja de ser más que una versión actualizada de quienes creen y dicen «que es verdad porque lo dice la televisión».
Eric Mc Luhan cuando hablaba de los medios de comunicación en la sociedad de masas decía El medio es el mensaje que es la metáfora para explicar cómo la forma está por encima del contenido. Tal y como se configuran las teorías del impacto directo, la psicología de las masas tiene un papel muy relevante que incide en el comportamiento irracional de las masas y su incapacidad para responder a los estímulos de forma mínimamente crítica, allanando el camino para un público masivo que posee un rudimentario sistema comunicativo «estímulo – respuesta» centrado en la inmediatez, en el carácter mecánico y la enorme incidencia de los efectos. Toda propaganda debe ser popular, rezaba uno de los principios de la propaganda Nazi, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar.
Las ideas que propugna la izquierda, están en las antípodas de los argumentos primitivos diseñados en las escuelas de pensamiento de la derecha, y quizá, por eso, cada vez son más imperceptibles en el ámbito popular. Son ideas-fuerza que pretenden hacerse un sitio en una sociedad, en un mundo tan cambiante, tan rápido, en que el vivir mejor se ha convertido en una pasión de masas. Un mundo en el que el espíritu del consumo y la felicidad inmediata se ha colado en nuestra cultura, que se revela ante cualquier imposición moral que condicione mínimamente su felicidad, lo cual pondría límites a su libertad. Pero como dice G. Lipovetsky, estos placeres ponen al descubierto una felicidad herida, de tal forma que jamás el individuo ha llegado a tal grado de desamparo.
La izquierda cada vez se ve más alejada de los sentimientos que mueven a gran parte de los individuos. Los programas y las propuestas de la izquierda, se van concentrando, y yo diría refugiando, en los ámbitos académicos e intelectuales. Son propuestas congruentes orientadas al bien común, bien elaboradas, pero muchas veces no son muy comprensibles para la gente. Seguramente por eso nos movemos entre la utopía y la distopia, entre lo que queremos y lo que puede ser, entre lo individual y lo colectivo, y, quizá eso, nos genera tantas contradicciones a la izquierda, porque siempre propugnamos sociedades que defiendan lo común, que pongan la solidaridad y el interés social en un lugar preferente, en el primer lugar entre sus valores.
El problema que tiene la izquierda, es cómo revertir esa corriente que se ha instalado en la sociedad, del imperio del disfrute colectivo y la tiranía de la inmediatez. La sociedad se ha convertido en la representación social, colectiva y genuina del hiperindividualismo, que traslada, que focaliza la satisfacción de los deseos del mundo exterior para llevarlos a su mundo individual. Cómo romper ese círculo vicioso, se pregunta Holloway, cuando la mercantilización del mundo y el poder del capital ha penetrado por todos los poros de la sociedad y está operando en lo más profundo de nuestro ser. Cuanto más necesario parece el cambio revolucionario, más imposible parece volverse. Es por eso que nos frustramos tanto y tan a menudo. ¿Acaso no estamos nosotros mismos subyugados por esos fetiches que criticamos? Esta contradicción se resume en una fórmula paradójica, señala Holloway, y es la de la «imposible urgencia de la revolución».
Para Holloway, nuestro problema no es ya desvivirnos para cambiar la sociedad: basta con «dejar de crearla» para que «cese su existencia», basta con negarse a engendrar el capital para que éste quede reducido a polvo, y apunta más allá cuando dice que «En la única manera en la que puede pensarse la revolución a partir de ahora no es la conquista del poder sino su disolución». Pero claro, esta declaración tiene algo, mucho de mágico: la ilusión de conseguir que desaparezca por encantamiento aquello a lo que uno ya no logra enfrentarse por medios reales.
Señalaba Mao Tse Tung (para algunos puede resultar anacrónico citarlo), que «el marxismo no es un dogma, sino una guía para la acción», y decía, también, que es el desarrollo de las contradicciones lo que impulsa a la sociedad hacia adelante, y, ahora mismo, la contradicción que tendríamos que resolver es la que existe entre lo viejo y lo nuevo. Ninguna sociedad futura, habla por su boca, ya que la sociedad que se descompone ante nosotros no supone la gestación de ninguna otra. Nada es por tanto definitivo, precisamente porque los procesos de transformación están y estarán siempre sometidos a una dialéctica histórica.